vos. Estos últimos, con ser más indigentes, pueden justificarse
ante un
optimismo risueño: zurdos en todo, rompen el tedio y hacen parecer la
vida menos larga, divirtiendo a los ingeniosos y ayudándolos a andar
el
camino. Son buenos compañeros y depositan el., bazo durante la mar-
cha: habría que agradecerles los servicios que prestan sin sospecharlo.
Los mediocres, lo mismo que los imbéciles, serían acreedores a
esa
amable tolerancia mientras se mantuvieran a la capa; cuando renuncian
a imponer sus rutinas son sencillos ejemplares del rebaño humano,
siempre dispuestos a ofrecer su lana a los pastores.
Desgraciadamente, suelen olvidar su inferior jerarquía y preten-
den tocar la zampoña, con la irrisoria pretensión de sus desafinamien-
tos. Tórnanse entonces peligrosos y nocivos. Detestan a los que no
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pueden igualar, como si con sólo existir los ofendieran. Sin alas para
elevarse hasta ellos, deciden rebajarlos: la exigüidad del propio vali-
miento les induce a roer el mérito ajeno. Clavan sus dientes en toda
reputación que les humilla, sin sospechar que nunca es más vil
la con-
ducta humana. Basta ese rasgo para distinguir al doméstico del digno,
al ignorante del sabio, al hipócrita del virtuoso, al villano del gentil-
hombre. Los lacayos pueden hozar en la fama; los hombres excelentes
no saben envenenar la vida ajena.
Ninguna escena alegórica posee más honda elocuencia que el
cuadro famoso de Sandro Botticelli. La calumnia invita a meditar con
doloroso recogimiento; en toda la Galería de los Oficios parecen reso-
nar las palabras que el artista -no lo dudamos- quiso poner en labios de
la Verdad, para consuelo de la víctima: en su encono está la medida
de
su mérito...
La Inocencia yace, en el centro del cuadro, acoquinada bajo el in-
fame gesto de la Calumnia. La Envidia la precede; el Engaño y la Hi-
pocresía la acompañan. Todas las pasiones viles y traidoras suman
su
esfuerzo implacable para el triunfo del mal. El Arrepentimiento mira
de través hacia el opuesto extremo, donde está, como siempre sola
y
desnuda, la Verdad; contrastando con el salvaje ademán de sus enemi-
gas, ella levanta su índice al cielo en una tranquila apelación
a la justi-
cia divina. Y mientras la víctima junta sus manos y las tiende hacia
ella, en una súplica infinita y conmovedora, el juez Midas presta sus
vastas orejas a la Ignorancia y la Sospecha.
En esta apasionada reconstrucción de un cuadro de Apeles, des-
crito por Luciano, parece adquirir dramáticas firmezas el suave pincel
que desborda dulzuras en la Virgen del granado y el San Sebastián,
invita al remordimiento con La abandonada, santifica la vida y el amor
en la Alegría de la primavera y el Nacimiento de Venus.
Los mediocres, más inclinados a la hipocresía que al odio, prefie-
ren la maledicencia sorda a la calumnia violenta. Sabiendo que ésta es
criminal y arriesgada, optan por la primera, cuya infamia es subrepticia
y sutil. La una es audaz; la otra cobarde. El calumniador desafía el
castigo, se expone; el maldiciente lo esquiva. El uno se aparta de la
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mediocridad, es antisocial, tiene el valor de ser delincuente; el otro es
cobarde y se encubre con la complicidad de sus iguales, manteniéndose
en la penumbra.
Los maldicientes florecen doquiera: en los cenáculos, en los
clubs, en las academias, en las familias, en las profesiones, acosando a
todos los que perfilan alguna originalidad. Hablan a media voz, con
recato, constantes en su afán de taladrar la dicha ajena, sombrando a
puñados la semilla de todas las yerbas venenosas. La maledicencia es
una serpiente que se insinúa en la conversación de los envilecidos;
sus
vértebras son nombres propios, articuladas por los verbos más
equívo-
cos del diccionario para arrastrar un cuerpo cuyas escamas son califi-
cativas pavorosos.
Vierten la infamia en todas las copas transparentes, con serenidad
de Borgias; las manos que la manejan parecen de prestidigitadores,
diestras en la manera y amables en la forma. Una sonrisa, un levantar
de espaldas, un fruncir la frente como subscribiendo a la posibilidad
del mal, bastan para macular la probidad de un hombre o el honor de
una mujer. El maldiciente, cobarde entre todos los envenenadores, está
seguro de la impunidad; por eso es despreciable. No afirma, pero insi-
núa; llega hasta desmentir imputaciones que nadie hace, contando con
la irresponsabilidad de hacerlas en esa forma. Miente con espontanei-
dad, como respira. Sabe seleccionar lo que converge a la detracción.
Dice distraídamente todo el mal de que no está seguro y calla
con pru-
dencia todo el bien que sabe. No respeta las virtudes íntimas ni los
secretos del hogar, nada; inyecta la gota de ponzoña que asoma como
una irrupción en sus labios irritados, hasta que por toda la boca, hecha
una pústula, el interlocutor espera ver salir, en vez de lengua, un esti-
lete.
Sin cobardía, no hay maledicencia. El que puede gritar cara a cara
una injuria, el que denuncia a voces un vicio ajeno, el que acepta los
riesgos de sus decires, no es un maldiciente. Para serlo es menester
temblar ante la idea del castigo posible y cubrirse con las máscaras
menos sospechosas. Los peores son los que maldicen elogiando: tem-
plan su aplauso con arremangadas reservas, más graves que las peores
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imputaciones. Tal bajeza en el pensar es una insidiosa manera de prac-
ticar el mal, de efectuar lo potencialmente. sin el valor de la acción
rectilínea.
