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EL HOMBRE MEDIOCRE
JOSÉ INGENIEROS
INTRODUCCIÓN

LA MORAL DE LOS IDEALISTAS.
I. La emoción del Ideal –
II. De un idealismo fundado en la experiencia. -
III. Los temperamentos Idealistas. -
IV. El idealismo romántico. -
V. El Idealismo estoico. -
VI. Símbolo.

I. LA EMOCIÓN DEL IDEAL Cuando pones la proa visionaria hacia una estrella y tiendes el ala
hacia tal excelsitud inasible, afanoso de perfección y rebelde a la me-
diocridad, llevas en ti el resorte misterioso de un Ideal. Es ascua sagra-
da, capaz de templarte para grandes acciones. Custódiala; si la dejas
apagar no se reenciende jamás. Y si ella muere en ti, quedas inerte: fría
bazofia humana. Sólo vives por esa partícula de ensueño que te sobre-
pone a lo real. Ella es el lis de tu blasón, el penacho de tu tempera-
mento. Innumerables signos la revelan: cuando se te anuda la garganta
al recordar la cicuta impuesta a Sócrates, la cruz izada para Cristo y la
hoguera encendida a Bruno; -cuando te abstraes en lo infinito leyendo
un diálogo de Platón, un ensayo de Montaigne o un discurso de Helve-
cio; -cuando el corazón se te estremece pensando en la desigual fortuna
de esas pasiones en que fuiste, alternativamente, el Romeo de tal Ju-
lieta y el Werther de tal Carlota; -cuando tus sienes se hielan de emo-
ción al declamar una estrofa de Musset que rima acorde con tu sentir; -
y cuando, en suma, admiras la mente preclara de los genios, la sublime
virtud de los santos, la magna gesta de los héroes, inclinándote con
igual veneración ante los creadores de Verdad o de Belleza.
Todos no se extasían, como tú, ante un crepúsculo, no sueñan
frente a una aurora o cimbran en una tempestad; ni gustan de pasear
con Dante, reír con Moliére, temblar con Shakespeare, crujir con Wag-
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ner; ni enmudecer ante el David, la Cena o el Partenón. Es de pocos
esa inquietud de perseguir ávidamente alguna quimera, venerando a
filósofos, artistas y pensadores que fundieron en síntesis supremas sus
visiones del ser y de la eternidad, volando más allá de lo real. Los seres
de tu estirpe, cuya imaginación se puebla de ideales y cuyo sentimiento
polariza hacia ellos la personalidad entera, forman raza aparte en la
humanidad: son idealistas.
Definiendo su propia emoción, podría decir quien se sintiera
poeta: el Ideal es un gesto del espíritu hacia alguna perfección.
II. DE UN IDEALISMO FUNDADO EN EXPERIENCIA Los filósofos del porvenir, para aproximarse a formas de expre-
sión cada vez menos inexactas, dejarán a los poetas el hermoso privile-
gio del lenguaje figurado; y los sistemas futuros, desprendiéndose de
añejos residuos místicos y dialécticos, irán poniendo la Experiencia
como fundamento de toda hipótesis legítima.
No es arriesgado pensar que en la ética venidera florecerá un
idealismo moral, independiente de dogmas religiosos y de apriorismos
metafísicos: los ideales de perfección, fundados en la experiencia so-
cial y evolutivos como ella misma, constituirán la íntima trabazón de
una doctrina de la perfectibilidad indefinida, propicia a todas las posi-
bilidades de enaltecimiento humano.
Un ideal no es una fórmula muerta, sino una hipótesis perfecti-
ble; para que sirva, debe ser concebido así, actuante en función de la
vida social que incesantemente deviene. La imaginación, partiendo de
la experiencia, anticipa juicios acerca de futuros perfeccionamientos:
los ideales, entre todas las creencias, representan el resultado más alto
de la función de pensar.
La evolución humana es un esfuerzo continuo del hombre para
adaptarse a la naturaleza, que evoluciona a su vez. Para ello necesita
conocer la realidad ambiente y prever el sentido de las propias adapta-
ciones: los caminos de su perfección. Sus etapas refléjanse en la mente
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humana como ideales. Un hombre, un grupo o una raza son idealistas
porque circunstancias propicias determinan su imaginación a concebir
perfeccionamientos posibles.
Los ideales son formaciones naturales. Aparecen cuando la por-
que circunstancias propicias determinan su imaginación puede antici-
parse a la experiencia. No son entidades misteriosamente infundidas en
los hombres, ni nacen del azar. Se forman como todos los fenómenos
accesibles a nuestra observación. Son efectos de causas, accidentes en
la evolución universal investigada por las ciencias y resumidas por las
filosofías. Y es fácil explicarlo, si se comprende. Nuestro sistema solar
es un punto en el cosmos; en ese punto es un simple detalle el planeta
que habitamos; en ese detalle la vida es un transitorio equilibrio quími-
co de la superficie; entre las complicaciones de ese equilibrio viviente
la especie humana data de un período brevísimo; en el hombre se desa-
rrolla la función de pensar como un perfeccionamiento de la adapta-
ción al medio; uno de sus modos es la imaginación que permite
generalizar los datos de la experiencia, anticipando sus resultados po-
sibles y abstrayendo de ella idea les de perfección.
Así la filosofía del porvenir, en vez de negarlos, permitirá afirmar
su realidad como aspectos legítimos de la función de pensar y los re-
integrará en la concepción natural del universo. Un ideal es un punto y
un momento entre los infinitos posibles que pueblan el espacio y el
tiempo.
Evolucionar es variar. En la evolución humana el pensamiento
varía incesantemente. Toda variación es adquirida por temperamentos
predispuestos; las variaciones útiles tienden a conservarse. La expe-
riencia determina la formación natural de conceptos genéricos, cada
vez más sintéticos; la imaginación abstrae de éstos ciertos caracteres
comunes, elaborando ideas generales que pueden ser hipótesis acerca
del incesante devenir: así se forman los ideales que, para el hombre,
son normativos de la conducta en consonancia con sus hipótesis. Ellos
no son apriorísticos, sino inducidos de una vasta experiencia; sobre ella
se empina la imaginación para prever el sentido en que varía la huma- 5
nidad. Todo ideal representa un nuevo estado de equilibrio entre el
pasado y el porvenir.
Los ideales pueden no ser verdades; son creencias. Su fuerza es-
triba en sus elementos efectivos: influyen sobre nuestra conducta en la
medida en que lo creemos. Por eso la representación abstracta de las
variaciones futuras adquiere un valor moral: las más provechosas a la
especie son concebidas como perfeccionamientos. Lo futuro se identi-
fica con lo perfecto. Y los ideales, por ser visiones anticipadas de lo
venidero, influyen sobre la conducta y con el instrumento natural de
todo progreso humano.
Mientras la instrucción se limita a extender las nociones que la
experiencia actual considera más exactas, la educación consiste en
sugerir los ideales que se presumen propicios a la perfección. El concepto de lo mejor es un resultado natural de la evolución
misma. La vida tiende naturalmente a perfeccionarse. Aristóteles ense-
ñaba que la actividad es un movimiento del ser hacia la propia "entele-
quia": su estado de perfección. Todo lo que existe persigue su
entelequia, y esa tendencia se refleja en todas las otras funciones del
espíritu; la formación de ideales está sometida a un determinismo, que,
por ser complejo, no es menos absoluto. No son obra de una libertad
que escapa a las leyes de todo lo universal, ni productos de una razón
pura que nadie conoce. Son creencias aproximativas acerca de la per-
fección venidera. Lo futuro es lo mejor de lo presente, puesto que so-
breviene en la selección natural: los ideales son un "élan" hacia lo
mejor, en cuanto simples anticipaciones del devenir.
A medida que la experiencia humana se amplía, observando la
realidad, los ideales son modificados por la imaginación, que es plásti-
ca y no reposa jamás. Experiencia e imaginación siguen vías paralelas,
aunque va muy retardada aquélla respecto de ésta. La hipótesis vuela,
el hecho camina; a veces el ala rumbea mal, el pie pisa siempre en
firme; pero el vuelo puede rectificarse, mientras el paso no puede volar
nunca. 6
La imaginación es madre de toda originalidad; deformando lo real
hacia su perfección, ella crea los ideales y les da impulso con el iluso-
rio sentimiento de la libertad: el libre albedrío es un error útil para la
gestación de los ideales. Por eso tiene, prácticamente, el valor de una
realidad. Demostrar que es una simple ilusión, debida a la ignorancia
de causas innúmeras, no implica negar su eficacia. Las ilusiones tienen
tanto valor para dirigir la conducta, como las verdades más exactas;
puede tener más que ellas, si son intensamente pensadas o sentidas. El
deseo de ser libre nace del contraste entre dos móviles irreductibles: la
tendencia a perseverar en el ser, implicada en la herencia, y la tenden-
cia a aumentar el ser, implicada en la variación. La una es principio de
estabilidad, la otra de progreso.
En todo ideal, sea cual fuere el orden a cuyo perfeccionamiento
tienda, hay un principio de síntesis y de continuidad: "es una idea fija o
una emoción fija". Como propulsores de la actividad humana, se equi-
valen y se implican recíprocamente, aunque en. la primera predomina
el razonamiento y en la segunda la pasión. "Ese principio de unidad,
centro de atracción y punto de apoyo de todo trabajo de la imaginación
creadora, es decir, de una síntesis subjetiva que tiende a objetivarse, es
el ideal" dijo Ribot. La imaginación despoja a la realidad de todo


 

 
 

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