nunca pretenderá ser original, ni alzará su palabra, ni tendrá
opiniones
peligrosas, ni desaprobará a los que gobiernan, ni blasfemará
de los
dogmas sociales: el hombre que acepta esa máscara hipócrita renuncia
a vivir más de lo que permiten sus cómplices. Hay, es cierto,
otra for-
ma de modestia, estimable como virtud legítima: es el afán decoroso
de
no gravitar sobre los que nos rodean, sin declinar por ello la más leve
partícula de nuestra dignidad. Tal modestía es un simple respeto
de sí
mismo y de los demás. Esos hombres son raros; comparados con los
falsos modestos, son como los tréboles de cuatro hojas. Fracasados hay
que se creen genios no comprendidos y se resignan a ser modestos para
complacer a la mediocracia que puede transformarlos en funcionarios;
y son mediocres, lo mismo que los otros, con más la cataplasma de la
modestia sobre las úlceras de su mediocridad. En ellos, como sentenció
La Bruyére, "la falsa modestia es el último refinamiento
de la vani-
dad". La mentira de Tartarín es ridícula; pero la de Tartufo
es ignomi-
niosa.
Adoran el sentido común, sin saber de seguro en qué consiste;
confúndenlo con el buen sentido, que es su síntesis. Dudan cuando
las
demás resuelven dudar y son eclécticos cuando los otros lo son:
llaman
eclecticismo al sistema de los que, no atreviéndose a tener ninguna
opinión, se apropian de todo un poco y logran encender una vela en el
altar de cada santo. Temerosos de pensar, como si fincasen en ello el
pecado mayor de los siete capitales, pierden la aptitud para todo juicio;
por eso cuando un mediocre es juez, aunque comprenda que su deber
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es hacer justicia, se somete a la rutina y cumple el triste oficio de no
hacerla nunca y embrollarla con frecuencia.
El temor de comprometerse les lleva a simpatizar con un precavi-
do escepticismo. Bueno es desconfiar del hipócrita que elogia todo y
del frasacado que todo lo encuentra detestable; pero es cien veces me-
nos estimable el hombre incapaz de un sí y de un no, el que vacila para
admirar lo digno y execrar lo miserable. En el primer capítulo de los
Caracteres parece referirse a ellos, La Bruyére, en un párrafo
copiado
por Hello: "Pueden llegar a sentir la belleza de un manuscrito que se
les lee, pero no osan declarar en su favor hasta que hayan visto su
curso en el mundo y escuchado la opinión de los presuntos competen-
tes; no arriesgan su voto, quieren ser llevados por la multitud. Entonces
dicen que han sido los primeros en aprobar la obra y cacarean que el
público es de su opinión". Temerosos de juzgar por sí
mismos, se con-
sideran obligados a dudar de los jóvenes; ello no les impide, después
de su triunfo, decir que fueron sus descubridores. Entonces prodíganles
juramentos de esclavitud que llaman palabras de estímulo: son el ho-
menaje de su pavor inconfesable. Su protección a toda superioridad ya
irresistible, es un anticipo usuario sobre la gloria segura: prefieren
tenerla propicia a sentirla hostil.
Hacen mal por imprevisión o por inconsciencia, como los niños
que matan gorriones a pedradas. Traicionan por descuido. Comprome-
ten por distracción. Son incapaces de guardar un secreto; confiárselo
equivale a ocultar un tesoro en caja de vidrio. Si la vanidad no les
tienta, suelen atravesar la penumbra sin herir ni ser heridos, llevando a
cuestas cierto optimismo de Pangloss. A fuerza de paciencia pueden
adquirir alguna habilidad parcial, como esos autómatas perfeccionados
que honran a la juguetería moderna: podría concedérseles
una especie
de viveza, quisicosa del ser y del no ser, intermediaria entre una estu-
pidez complicada y una travesura inocente. Juzgan las palabras sin
advertir que ellas se refieren a cosas; se convencen de lo que ya tiene
un sitio marcado en su mollera y muéstranse esquivos a lo que no en-
caja en su espíritu. Son feligreses de la palabra; no ascienden a la
idea
ni conciben el ideal. Su mayor ingenio es siempre verbal y sólo llegan
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al chascarrillo, que es una prestidigitación de palabras; tiemblan ante
los que pueden jugar con las ideas y producir esa gracia del espíritu
que es la paradoja. Mediante ésta se descubren los puntos de vista que
permiten conciliar los contrarios y se enseña que toda creencia es rela-
tiva al que la cree pudiendo sus contrarias ser creídas por otros al
mis-
mo tiempo.
La mediocridad intelectual hace al hombre solemne, modesto, in-
deciso y obtuso. Cuando no le envenenan la vanidad y la envidia, diría-
se que duerme sin soñar. Pasea su vida por las llanuras; evita mirar
desde las cumbres que escalan los videntes y asomarse a los precipicios
que sondan los elegidos. Vive entre los engranajes de la rutina.
III. LA MALEDICENCIA
Si se limitaran a vegetar, agobiados como cariátides bajo el peso
de sus atributos, los hombres sin ideales escaparían a la reprobación
y a
la alabanza. Circunscritos a su órbita, serían tan respetables
como los
demás objetos que nos rodean. No hay culpa en nacer sin dotes excep-
cionales; no podría exigírseles que treparan las cuestas riscosas
por
donde ascienden los ingenios preclaros. Merecerían la indulgencia de
los espíritus privilegiados, que no la rehúsan a los imbéciles
inofensi-
