Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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suspendida en
el cielo y la manzana que cae del árbol mecido por la brisa. Ningún
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rutinario habría descubierto que una misma fuerza hace girar la luna
hacia arriba y caer la manzana hacia abajo.
En esos hombres, inmunes a la pasión de la verdad, supremo ideal
a que sacrifican su vida pensadores y filósofos, no caben impulsos de
perfección. Sus inteligencias son como las aguas muertas; se pueblan
de gérmenes nocivos y acaban por descomponerse. El que no cultiva su
mente, va derecho a la disgregación de su personalidad. No desbaratar
la propia ignorancia es perecer en vida. Las tierras fértiles se enmale-
zan cuando no son cultivadas; los espíritus rutinarios se pueblan de
prejuicios, que los esclavizan.
II. LOS ESTIGMAS DE LA MEDIOCRIDAD INTELECTUAL En el verdadero hombre mediocre la cabeza es un simple adorno
del cuerpo. Si nos oye decir que sirve para pensar, cree que estamos
locos. Diría que lo estuvo Pascal si leyera sus palabras decisivas: "Pue-
do concebir un hombre sin manos, sin pies; llegaría hasta concebirlo
sin cabeza, si la experiencia no me enseñara que por ella se piensa. Es
el pensamiento lo que caracteriza al hombre; sin él no podemos conce-
birlo" (Pensées; XXIII). Si de esto dedujéramos que quien no piensa no
existe, la conclusión le desternillaría de risa.
Nacido sin esprit de finesse, desesperaríase en vano por adquirir-
lo. Carece de perspicacia adivinadora; está condenado a no adentrarse
en las cosas o en las personas. Su tontería no presenta soluciones de
continuidad. Cuando la envidia le corroe, puede atornasolarse de agri-
dulces perversidades; fuera de tal caso, diríase que el armiño de su
candor no presenta una sola mancha de ingenio.
El mediocre es solemne. En la pompa grandílocua de las exterio-
ridades busca un disfraz para su íntima oquedad; acompaña con fofa
retórica los mínimos actos y pronuncia palabras insubstanciales, como
si la Humanidad entera quisiese oírlas. Las mediocracias exigen de sus
actores cierta seriedad convencional, que da importancia en la fantas-
magoría colectiva. Los exitistas lo saben; se adaptan a ser esas vacuas
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"personalidades de respeto", certeramente acribilladas por Stirner y
expuestas por Nietzsche a la burla de todas las posteridades. Nada
hacen por dignificar su yo verdadero, afanándose tan sólo por inflar su
fantasma social. Esclavos de la sombra que sus apariencias han pro-
yectado en la opinión de los demás, acaban por preferirla a sí mismos.
Ese culto de la sombra oblígalos a vivir en continua alarma; suponen
que basta un momento de distracción para comprometer la obra pa-
cientemente elaborada en muchos años. Detestan la risa, temerosos de
que el gas pueda escaparse por la comisura de los labios y el globo se
desinfle. Destituirían a un funcionario del Estado si le sorprendieran
leyendo a Boccaccio, Quevedo o Rabelais; creen que el buen humor
compromete la respetuosidad y estimula el hábito anarquista de reír.
Constreñidos a vegetar en horizontes estrechos, llegan hasta desdeñar
todo lo ideal y todo lo agradable, en nombre de lo inmediatamente
provechoso. Su miopía mental impídeles comprender el equilibrio
supremo entre la elegancia y la fuerza, la belleza y la sabiduría. "Don-
de creen descubrir las gracias del cuerpo, la agilidad, la destreza, la
flexibilidad, rehúsan los dones del alma: la profundidad, la reflexión, la
sabiduría. Borran de la historia que el más sabio y el más virtuoso de
los hombres -Sócrates- bailaba". Esta aguda advertencia de Montaigne,
en los Ensayos, mereció una corroboración de Pascal en sus Pensa-
mientos: "Ordinariamente suele imaginarse a Platón y Aristóteles con
grandes togas y como personajes graves y serios. Eran buenos sujetos,
que jaraneaban, como los demás, en el seno de la amistad. Escribieron
sus leyes y sus retratos de política para distraerse y divertirse; ésa era la
parte menos filosófica de su vida. La más filosófica era vivir sencilla y
tranquilamente". El hombre mediocre que renunciara a su solemnidad,
quedaría desorbitado; no podría vivir.
Son modestos, por principio. Pretenden que todos lo sean, exi-
gencia tanto más fácil por cuanto en ellos sobra la modestia, desde que
están desprovistos de méritos verdaderos. Consideran tan nocivo al que
afirma las propias superioridades en voz alta como al que ríe de sus
convencionalismos suntuosos. Llaman modestia a la prohibición de
reclamar los derechos naturales del genio, de la santidad o del heroís-
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mo. Las únicas víctimas de esa falsa virtud son los hombres excelentes,
constreñidos a no pestañear mientras los envidiosos empañan su gloria.
Para los tontos nada más fácil que ser modestos: lo son por necesidad
irrevocable; los más inflados lo fingen por cálculo, considerando que
esa actitud es el complemento necesario de la solemnidad y deja sospe-
char la existencia de méritos pudibundos. Heine dijo: "Los charlatanes
de la modestia son los peores de todos". Y Goethe sentenció: "Sola-
mente los bribones son modestos". Ello no obsta para que esa reputa-
ción sea un tesoro en las mediocracias. Se presume que el modesto


 

 
 

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