Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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los que piensan. Es difícil para los semicultos; inaccesible. Exige *un
perpetuo esfuerzo de equilibrio ante el error, de lo.; demás; enseña a
soportar esa consecuencia legítima (le la falibilidad de todo juicio
humano. El que se ha fatigado mucho para formar sus creencias, sabe
respetar las de los demás. La tolerancia es el respeto en los otros de una
virtud propia; la firmeza de las convicciones, reflexivamente adquiri-
das, hace estimar en los mismos adversarios un mérito cuyo precio se
conoce.
Los hombres rutinarios desconfían de su imaginación, santiguán-
dose cuando ésta les atribula con heréticas tentaciones. Reniegan de la
verdad y de la virtud si ellas demuestran el error de sus prejuicios;
muestran grave inquietud cuando alguien se atreve a perturbarlos.
Astrónomos hubo que se negaron a mirar el cielo a través del telesco-
pio, temiendo ver desbaratados sus errores más firmes. 55
En toda nueva idea presienten un peligro; si les dijeran que sus
prejuicios son ideas nuevas, llegarían a creerlos peligrosos. Esa ilusión
les hace decir paparruchas con la solemne prudencia de augures que
temen desorbitar al mundo con sus profecías. Prefieren el silencio y la
inercia; no pensar es su única manera de no equivocarse. Sus cerebros
son casas de hospedaje, pero sin dueño; los demás piensan por ellos,
que agradecen en lo íntimo ese favor.
En todo lo que no hay prejuicios definitivamente consolidados,
los rutinarios carecen de opinión. Sus ojos no saben distinguir la luz de
la sombra, coro los palurdos no distinguen el oro del dublé: confunden
la, tolerancia con la cobardía, la discreción con el servilismo, la com-
placencia con la indignidad, la simulación con el mérito. Llaman in-
sensatos a los que suscriben mansamente los errores consagrados y
conciliadores a los que renuncian a tener creencias propias: la origina-
lidad en el pensar les produce escalofríos. Comulgan en todos los alta-
res, apelmazando creencias incompatibles y llamando eclecticismo a
sus chafarrinadas; creen, por eso, descubrir una agudeza particular en
el arte de no comprometerse con juicios decisivos. No sospechan que
la duda del hombre superior fue siempre de otra especie, antes ya de
que lo explicara Descartes: es afán de rectificar los propios errores
hasta aprender que toda creencia es falible y que los ideales admiten
perfeccionamientos indefinidos. Los rutinarios, en cambio, no se corri-
gen ni se desconvencen nunca; sus prejuicios son como los clavos:
cuanto más se golpean más se adentran. Se tedian con los escritores
que dejan rastro donde ponen la mano, denunciando una personalidad
en cada frase, máxime si intentan subordinar el estilo de las ideas;
prefieren las desteñidas lucubraciones de los autores apampanados,
exentas de las aristas que dan relieve a toda forma y cuyo mérito con-
siste en transfigurar vulgaridades mediante barrocos adjetivos. Si un
ideal parpadea en las páginas, si la verdad hace crujir el pensamiento
en las frases, los libros parécenles material de hoguera; cuando ellos
pueden ser un punto luminoso en el porvenir o hacia la perfección, los
rutinarios les desconfían. 56
La caja cerebral del hombre rutinario es un alhajero vacío. No
pueden razonar por sí mismos, como si el seso les faltara. Una antigua
leyenda cuenta que cuando el creador pobló el mundo de hombres,
comenzó por fabricar los cuerpos a guisa de maniquíes. Antes de lan-
zarlos a la circulación levantó sus calotas craneanas y llenó las cavida-
des con pastas divinas, amalgamando las aptitudes y cualidades del
espíritu, buenas y malas. Fuera imprevisión al calcular las cantidades, o
desaliento al ver los primeros ejemplares de su obra maestra, quedaron
muchos sin mezcla y fueron enviados al mundo sin nada dentro. Tal
legendario origen explicaría la existencia de hombres cuya cabeza tiene
una significación puramente ornamental.
Viven de una vida que no es vivir. Crecen y mueren como las
plantas. No necesitan ser curiosos ni observadores. Son prudentes, por
definición, de una prudencia desesperante: si uno de ellos pasara junto
al campanario inclinado de Pisa, se alejaría de él, temiendo ser aplasta-
do. El hombre original, imprudente, se detiene a contemplarlo; un
genio va más lejos; trepa al campanario, observa, medita, ensaya, hasta
descubrir las leyes más altas de la física. Galileo.
Si la humanidad hubiera contado solamente con los ru-tinarios,
nuestros conocimientos no excederían de los que tuvo el ancestral
hominidio. La cultura es el fruto de la curiosidad, de esa inquietud
misteriosa que invita a mirar el fondo de todos los abismos. El igno-
rante no es curioso; nunca interroga a la naturaleza. Observa Ardigó
que las personas vulgares pasan la vida entera viendo la luna en su
sitio, arriba, sin preguntarse por qué está siempre allí, sin caerse; más
bien creerán que el preguntárselo no es propio de un hombre cuerdo.
Dirían que está allí porque es su sitio y encontrarán extraño que se
busque la explicación de cosa tan natural. Sólo el hombre de buen
sentido, que cometa la incorrección de oponerse al sentido común, es
decir, un original o un genio -que en esto se homologan-, puede for-
mular la pregunta sacrílega: ¿por qué la luna está allí y no cae? Ese
hombre que osa desconfiar de la rutina es Newton, .un audaz a quien
incumbe adivinar algún parecido entre la pálida lámpara


 

 
 

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