la mano, se escondía detrás del escudo de Ayante Telamoníada.
Éste levantaba el escudo;
y Teucro, volviendo el rostro a todos lados, flechaba a uno de la turba que
caía
mortalmente herido, y al momento tornaba a refugiarse en Ayante (como un niño
en su
madre), quien to cubría otra vez con el refulgente escudo.
273 ¿Cuál fue el primero, cuál el último de los
que entonces mató el eximio Teucro?
Orsíloco el primero, Ór meno, Ofelestes, Détor, Cromio,
Licofontes igual a un dios,
Amopaón Poliemónida y Melanipo. A tantos derribó sucesivamente
al almo suelo. El rey
de hombres, Agamenón, se holgó de ver que Teucro destruía
las falanges troyanas,
disparando el fuerte arco; y, poniéndose a su lado, le dijo:
281 -¡Caro Teucro Telamonio, príncipe de hombres! Sigue arrojando
flechas, por si
acaso llegas a ser la aurora de salvación de los dánaos y honras
a to padre Telamón, que
te crió cuando eras niño y te educó en su casa, a pesar
de tu condición de bastardo; ya que
está lejos de aquí, cúbrele de gloria. Lo que voy a decir
se cumplirá: Si Zeus, que lleva la
égida, y Atenea me permiten destruir la bien édificada ciudad
de Ilio, te pondré en la
mano, como premio de honor únicamente inferior al mío, o un trípode
o dos corceles con
su correspondiente carro o una mujer que comparta el lecho contigo.
292 Respondióle el eximio Teucro:
293 -¡Gloriosísimo Atrida! ¿Por qué me instigas cuando
ya, solícito, hago lo que
puedo? Desde que los rechazamos hacia Ilio mato hombres, valiéndome del
arco. Ocho
flechas de larga punta tiré, y todas se clavaron en el cuerpo de jóvenes
llenos de marcial
furor; pero no consigo herir a ese perro rabioso.
300 Dijo; y, apercibiendo el arco, envió otra flecha a Héctor
con intención de herirlo.
Tampoco acertó, pero la saeta se clavó en el pecho del eximio
Gorgitión, valeroso hijo de
Príamo y de la bella Castianira, oriunda de Esima, cuyo cuerpo al de
una diosa semejaba.
Como en un jardín inclina la amapola su tallo, combándose al peso
del fruto o de los
aguaceros primaverales, de semejante modo inclinó el guerrero la cabeza
que el casco
hacía ponderosa.
309 Teucro armó nuevamente el arco, envió otra saeta a Héctor,
con ánimo de herirlo, y
también erró el tiro, por haberlo desviado Apolo; pero hirió
en el pecho cerca de la tetilla
a Arqueptólemo, osado auriga de Héctor, cuando se lanzaba a la
pelea. Arqueptólemo
cayó del carro, cejaron los corceles de pies ligeros, y a11í terminaron
la vida y el valor
del guerrero. Hondo pesar sintió el espíritu de Héctor
por tal muerte; pero, aunque
condolido del compañero, dejólo y mandó a su propio hermano
Cebríones, que se hallaba
cerca, que empuñara las riendas de los caballos. Oyóle éste
y no desobedeció. Héctor
saltó del refulgence carro al suelo, y, vociferando de un modo espantoso,
cogió una
piedra y encaminóse hacia Teucro con el propósito de herirlo.
Teucro, a su vez, sacó del
carcaj una acerba flecha, y ya estiraba la cuerda del arco, cuando Héctor,
el de tremolante
casco, acertó a darle con la áspera piedra cerca del hombro, donde
la clavícula separa el
cuello del pecho y las heridas son mortales, y le rompió el nervio: entorpecióse
el brazo,
Teucro cayó de hinojos y el arco se le fue de las manos. Ayante no abandonó
al hermano
caído en el suelo, sino que, corriendo a defenderlo, lo cubrió
con el escudo. Acudieron
dos fieles compañeros, Mecisteo, hijo de Equio, y el divino Alástor;
y, cogiendo a
Teucro, que daba grandes suspiros, to llevaron a las cóncavas naves.
335 El Olímpico volvió a excitar el valor de los troyanos, los
cuales hicieron arredrar a
los aqueos en derechura al profundo foso. Héctor iba con los delanteros,
haciendo gala de
su fuerza. Como el perro que acosa con ágiles pies a un jabalí
o a un león, lo muerde por
detrás, ya los muslos, ya las nalgas, y observa si vuelve la cara; de
igual modo perseguía
Héctor a los melenudos aqueos, matando al que se rezagaba, y ellos huían
espántados.
Cuando atravesaron la empalizada y el foso, muchos sucumbieron a manos de los
troyanos; los demás no pararon hasta las naves, y a11í se animaban
los unos a los otros, y
con los brazos levantados oraban en voz alta a todas las deidades. Héctor
revolvía por
todas partes los corceles de hermosas crines; y sus ojos parecían los
de Gorgona o los de
Ares, peste de los hombres.
350 Hera, la diosa de los níveos brazos, al ver a los aqueos compadeciólos,
en seguida
dirigió a Atenea estas aladas palabras:
