Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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a las cóncavas naves,
acordaos de traerme el voraz fuego para que las incendie y mate junto a ellas a los
argivos aturdidos por el humo.
184 Dijo, y exhortó a sus caballos con estas palabras:
185 -¿Janto, Podargo, Etón, divino Lampo! Ahora debéis pagarme el exquisito cuidado
con que Andrómaca, hija del magnánimo Eetión, os ofrecía el regalado trigo y os mezcla-
ba vinos para que pudieseis, bebiendo, satisfacer vuestro apetito antes que a mí, que me
glorío de ser su floreciente esposo. Seguid el alcance, esforzaos, para ver si nos
apoderamos del escudo de Néstor, cuya fama llega hasta el cielo por ser todo de oro, sin
exceptuar las abrazaderas, y le quitamos de los hombros a Diomedes, domador de
caballos, la labrada coraza que Hefesto fabricó. Creo que, si ambas cosas consiguiéramos,
los aqueos se embarcarían esta misma noche en las veleras naves.
199 Así habló, vanagloriándose. La veneranda Hera, indignada, se agitó en su trono,
haciendo estremecer el espacioso Olimpo, y dijo al gran dios Posidón:
201 -¡Oh dioses! ¡Prepotente Posidón que bates la tierra! ¿Tu corazón no se compadece
de los dánaos moribundos que tantos y tan lindos presentes lo llevan a Hélice y a Egas?
Decídete a darles la victoria. Si cuantos protegemos a los dánaos quisiéramos rechazar a
los troyanos y contener al largovidente Zeus, éste se aburriría sentado solo allá en el Ida.
208 Respondióle muy indignado el poderoso dios que sacude la tierra:
209 -¿Qué palabras proferiste, audaz Hera? Yo no quisiera que los demás dioses
lucháramos con Zeus Cronión porque nos aventaja mucho en poder.
212 Así éstos conversaban. Cuanto espacio encerraba el foso desde la torre hasta las
naves llenóse de carros y hombres escudados que a11í acorraló Héctor Priámida, igual al
impetuoso Ares, cuanto Zeus le dio gloria. Y el héroe hubiese pegado ardiente fuego a las
naves bien proporcionadas a no haber sugerido la venerable Hera a Agamenón, aunque
éste no se descuidaba, que animara pronto a los aqueos. Fuese el Atrida hacia las tiendas
y las naves aqueas con el grande purpúreo manto en el robusto brazo, y subió a la ingente
nave negra de Ulises, que estaba en el centro, para que lo oyeran por ambos lados hasta
las tiendas de Ayante Telamonio y de Aquiles, los cuales habían puesto sus bajeles en los
extremos porque confiaban en su valor y en la fuerza de sus brazos. Y con voz penetrante
gritaba a los dánaos:
228 -¡Qué vergüenza, argivos, hombres sin dignidad, admirables sólo por la figura!
¿Qué es de la jactancia con que nos gloriábamos de ser valentísimos, y con que decíais presuntuosamente en Lemnos, comiendo abundante carne de bueyes de erguida
cornamenta y bebiendo crateras coronadas de vino, que cada uno haría frente en la batalla
a ciento y a doscientos troyanos? Ahora ni con uno podemos, con Héctor, que pronto
pegará ardiente fuego a las naves. ¡Padre Zeus! ¿Hiciste sufrir tamaña desgracia y
privaste de una gloria tan grande a algún otro de los prepotentes reyes? Cuando vine, no
pasé de largo en la nave de muchos bancos por ninguno de tus bellos altares, sino que en
todos quemé grasa y muslos de buey, deseoso de asolar la bien murada Troya. Por Canto,
oh Zeus, cúmpleme este voto: déjanos escapar y librarnos de este peligro, y no permitas
que los troyanos maten a los aqueos.
245 Así dijo. El padre, compadecido de verle derramar lágrimas, le concedió que su
pueblo se salvara y no pereciese; y en seguida mandó un águila, la mejor de las aves
agoreras, que tenía en las garras el hijuelo de una veloz cierva y lo dejó caer al pie del ara
hermosa de Zeus, donde los aqueos ofrecían sacrificios al dios, como autor de los
presagios todos. Cuando ellos vieron que el ave había sido enviada por Zeus,
arremetieron con más ímpetu contra los troyanos y sólo en combatir pensaron.
253 Entonces ninguno de los dánaos, aunque eran muchos, pudo gloriarse de haber
revuelto sus veloces caballos para pasar el foso y resistir el ataque, antes que el Tidida.
Fue éste el primero que mató a un guerrero troyano, a Agelao Fradmónida, que, subido en
el carro, emprendía la fuga: hundióle la pica en la espalda, entre los hombros, y la punta
salió por el pecho; Agelao cayó del carro y sus armas resonaron.
261 Siguieron a Diomedes los Atridas, Agamenón y Menelao; los Ayantes, revestidos
de impetuoso valor; Idomeneo y su servidor Meriones, igual al homicida Enialio;
Eurípilo, hijo ilustre de Evemón; y en noveno lugar, Teucro, que, con el flexible arco en


 

 
 

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