palabras:
102 -¡Oh anciano! Los guerreros mozos te acosan y te hallas sin fuerzas,
abrumado por
la molesta senectud; tu escudero tiene poco vigor y tus caballos son tardos.
Sube a mi
carro para que veas cuáles son los corceles de Tros que quité
a Eneas, el que pone en fuga
a sus enemigos, y cómo saben tanto perseguir acá y acullá
de la llanura, como huir
ligeros. De los tuyos cuiden los servidores; y nosotros dirijamos éstos
hacia los troyanos,
domadores de caballos, para que Héctor sepa con qué furia se mueve
la lanza en mis
manos.
112 Dijo; y Néstor, caballero gerenio, no desobedeció. Encargáronse
de sus yeguas los
bravos escuderos Esténelo y Eurimedonte valeroso; y habiendo subido ambos
héroes al
carro de Diomedes, Néstor cogió las lustrosas riendas y avispó
a los caballos, y pronto se
hallaron cerca de Héctor. El hijo de Tideo arrojóle un dardo,
cuando Héctor deseaba aco-
meterlo, y si bien erró el tiro, hirió en el pecho cerca de la
tetilla a Eniopeo, hijo del
animoso Tebeo, que, como auriga, gobernaba las riendas: Eniopeo cayó
del carro, cejaron
los veloces corceles y a11í terminaron la vida y el valor del guerrero.
Hondo pesar sintió
el espíritu de Héctor por tal muerte; pero, aunque condolido del
compañero, dejóle en el
suelo y buscó otro auriga que fuese osado. Poco tiempo estuvieron los
caballos sin
conductor, pues Héctor encontróse con el ardido Arqueptólemo
Ifítida, y, haciéndole su-
bir al carro de que tiraban los ágiles corceles, le puso las riendas
en la mano.
130 Entonces gran estrago a irreparables males se hubieran producido y los troyanos
habrían sido encerrados en Ilio como corderos, si al punto no lo hubiese
advertido el
padre de los hombres y de los dioses. Tronando de un modo espantoso, despidió
un
ardiente rayo para que cayera en el suelo delante de los caballos de Diomedes;
el azufre
encendido produjo una terrible llama; los corceles, asustados, acurrucáronse
debajo del
carro; las lustrosas riendas cayeron de las manos de Néstor, y éste,
con miedo en el
corazón, dijo a Diomedes:
139 -¡Tidida! Tuerce la rienda a los solípedos caballos y huyamos.
¿No conoces que la
protección de Zeus ya no te acompaña? Hoy Zeus Cronida otorga
a ése la victoria; otro
día, si le place, nos la dará a nosotros. Ningún hombre,
por fuerte que sea, puede impedir
los propósitos de Zeus, porque el dios es mucho más poderoso.
145 Respondióle Diomedes, valiente en la pelea:
146 -Sí, anciano, oportuno es cuanto acabas de decir, pero un terrible
pesar me llega al
corazón y al alma. Quizá diga Héctor, arengando a los troyanos:
«El Tidida llegó a las na-
ves, puesto en fuga por mi lanza» Así se jactará; y entonces
ábraseme la vasta tierra.
151 Replicóle Néstor, caballero gerenio:
152 -¡Ay de mí! ¡Qué dijiste, hijo del belicoso Tideo!
Si Héctor te llamare cobarde y
flaco, no lo creerán ni los troyanos, ni los dardanios, ni las mujeres
de los troyanos mag-
nánimos, escudados, cuyos esposos florecientes derribaste en el polvo.
157 Dichas estas palabras, volvió la rienda a los solípedos caballos,
y empezaron a huir
por entre la turba. Los troyanos y Héctor, promoviendo inmenso alboroto,
hacían llover
sobre ellos dañosos tiros. Y el gran Héctor, el de tremolante
casco, gritaba con voz recia:
161 -¡Tidida! Los dánaos, de ágiles corceles, te cedían
la preferencia en el asiento y te
obsequiaban con carne y copas de vino; mas ahora te despreciarán, porque
te has vuelto
como una mujer. Anda, tímida doncella; ya no escalarás nuestras
torres, venciéndome a
mí, ni te llevarás nuestras mujeres en las naves, porque antes
to daré la muerte.
167 Así dijo. El Tidida estaba indeciso entre seguir huyendo o torcer
la rienda a los
corceles y volver a pelear. Tres veces se le presentó la duda en la mente
y en el corazón,
y tres veces el próvido Zeus tronó desde los montes ideos para
anunciar a los troyanos
que suya sería en aquel combate la inconstante victoria. Y Héctor
los animaba, diciendo a
voz en grito:
175 -¡Troyanos, licios, dárdanos que cuerpo a cuerpo combatís!
Sed hombres, amigos,
y mostrad vuestro impetuoso valor. Conozco que el Cronida me concede, benévolo,
la
victoria y una gloria inmensa y envía la perdición a los dánaos;
quienes, oh necios,
construyeron esos muros débiles y despreciables que no podrán
contener mi arrojo, pues
los caballos salvarán fácilmente el cavado foso. Cuando llegue
