Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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hombres.
23 Así habló, y todos callaron, asombrados de sus palabras, pues fue mucha la
vehemencia con que se expresó. A1 fin, Atenea, la diosa de ojos de lechuza, dijo:
31 -¡Padre nuestro, Cronida, el más excelso de los soberanos! Bien sabemos que es
incontrastable tu poder; pero tenemos lástima de los belicosos dánaos, que morirán, y se
cumplirá su aciago destino. Nos abstendremos de intervenir en el combate, si nos lo
mandas; pero sugeriremos a los argivos consejos saludables, a fin de que no perezcan
todos, a causa de tu cólera.
38 Sonriéndose, le contestó Zeus, que amontona las nubes:
39 -Tranquilízate, Tritogenia, hija querida. No hablo con ánimo benigno, pero contigo
quiero ser complaciente.
41 Esto dicho, unció los corceles de pies de bronce y áureas crines, que volaban ligeros;
vistió la dorada túnica, tomó el látigo de oro y fina labor y subió al carro. Picó a los ca-
ballos para que arrancaran; y éstos, gozosos, emprendieron el vuelo entre la tierra y el
estrellado cielo. Pronto llegó al Ida, abundante en fuentes y criador de fieras, al Gárgaro,
donde tenía un bosque sagrado y un perfumado altar; a11í el padre de los hombres y de
los dioses detuvo los corceles, los desenganchó del carro y los cubrió de espesa niebla.
Sentóse luego en la cima, ufano de su gloria, y se puso a contemplar la ciudad troyana y
las naves aqueas.
53 Los melenudos aqueos se desayunaron apresuradamente en las tiendas, y en seguida
tomaron las armas. También los troyanos se armaron dentro de la ciudad; y, aunque eran
menos, estaban dispuestos a combatir, obligados por la cruel necesidad de proteger a sus
hijos y mujeres: abriéronse todas las puertas, salió el ejército de infantes y de los que
peleaban en carros, y se produjo un gran tumulto.
60 Cuando los dos ejércitos llegaron a juntarse, chocaron entre sí los escudos, las lanzas
y el valor de los guerreros armados de broncíneas corazas, y al aproximarse las
abollonadas rodelas se produjo un gran tumulto. Allí se oían simultáneamente los
lamentos de los moribundos y los gritos jactanciosos de los matadores, y la tierra manaba
sangre.
66 Al amanecer y mientras iba aumentando la luz del sagrado día, los dardos
alcanzaban por igual a unos y a otros, y los hombres caían. Cuando el sol hubo recorrido
la mitad del cielo, el padre Zeus tomó la balanza de oro, puso en ella dos destinos de la
muerte que tiende a lo largo -el de los troyanos, domadores de caballos, y el de los
aqueos, de broncíneas lorigas-; cogió por el medio la balanza, la desplegó y tuvo más
peso el día fatal de los aqueos. Los destinos de éstos bajaron hasta llegar a la fértil tierra,
mientras los de los troyanos subían al espacioso cielo. Zeus, entonces, tronó fuerte desde
el Ida y envió una ardiente centella a los aqueos, quienes, al verla, se pasmaron,
sobrecogidos de pálido temor.
78 Ya no se atrevieron a permanecer en el campo ni Idomeneo, ni Agamenón, ni los
dos Ayantes, servidores de Ares; y sólo se quedó Néstor gerenio, protector de los aqueos,
contra su voluntad, por tener malparado uno de los corceles, al cual el divino Alejandro,
esposo de Helena, la de hermosa cabellera, había herido con una flecha en lo alto de la
cabeza, donde las crines empiezan a crecer y las heridas son mortales. El caballo, al sentir
el dolor, se encabritó, y la flecha le penetró el cerebro; y, revolcándose para sacudir el
bronce, espantó a los demás caballos. Mientras el anciano se daba prisa a cortar con la
espada las correas del caído corcel, vinieron por entre la muchedumbre los veloces caballos de Héctor, tirando del carro en que iba tan audaz guerrero. Y el anciano perdiera
a11í la vida, si al punto no lo hubiese advertido Diomedes, valiente en la pelea; el cual,
vociferando de un modo horrible, dijo a Ulises:
93 -¡Laertíada, del linaje de Zeus! ¡Ulises, fecundo en ardides! ¿Adónde huyes,
confundido con la turba y volviendo la espalda como un cobarde? Mira que alguien,
mientras huyes, no te clave la lanza en el dorso. Pero aguarda y apartaremos del anciano
al feroz guerrero.
97 Así dijo, y el paciente divino Ulises pasó sin oírlo, corriendo hacia las cóncavas
naves de los aqueos. El Tidida, aunque estaba solo, se abrió paso por las primeras filas; y,
deteniéndose ante el carro del viejo Nelida, pronunció estas aladas


 

 
 

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