Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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no reconocerla, negaban
que fuese suya; pero, cuando llegó al que la había marcado y echado en el casco, al
ilustre Ayante, éste tendió la mano, y aquél se detuvo y le entregó la contraseña. El héroe
la reconoció, con gran júbilo de su corazón, y, tirándola al suelo, a sus pies, exclamó:
191 -¡Oh amigos! Mi tarja es, y me alegro en el alma porque espero vencer al divino
Héctor. ¡Ea! Mientras visto la bélica armadura, orad al soberano Zeus Cronión,
mentalmente, para que no lo oigan los troyanos; o en alta voz, pues a nadie tememos. No
habrá quien, valiéndose de la fuerza o de la astucia, me ponga en fuga contra mi
voluntad; porque no creo que naciera y me criara en Salamina, tan inhábil para la lucha.
200 Tales fueron sus palabras. Ellos oraron al soberano Zeus Cronión, y algunos
dijeron, mirando al anchuroso cielo:
202 -¡Padre Zeus, que reinas desde el Ida, gloriosísimo, máximo! Concédele a Ayante
la victoria y un brillante triunfo; y, si amas también a Héctor y por él te interesas, dales a
entrambos igual fuerza y gloria.
206 Así hablaban. Púsose Ayante la armadura de luciente bronce; y, vestidas las armas
en torno de su cuerpo, marchó tan animoso como el terrible Ares cuando se encamina al
combate de los hombres, a quienes el Cronión hace venir a las manos por una roedora
discordia. Tan terrible se levantó Ayante, antemural de los aqueos, que sonreía con torva
faz, andaba a paso largo y blandía enorme lanza. Los argivos se regocijaron grandemente,
así que lo vieron, y un violento temblor se apoderó de los troyanos; al mismo Héctor
palpitóle el corazón en el pecho; pero ya no podía manifestar temor ni retirarse a su
ejército, porque de él había partido la provocación. Ayante se le acercó con su escudo
como una torre, broncíneo, de siete pieles de buey, que en otro tiempo le hiciera Tiquio, el cual habitaba en Hila y era el mejor de los curtidores. Éste formó el manejable escudo
con siete pieles de corpulentos bueyes y puso encima, como octava capa, una lámina de
bronce. Ayante Telamonio paróse, con el escudo al pecho, muy cerca de Héctor; y,
amenazándolo, dijo:
226 -¡Héctor! Ahora sabrás claramente, de solo a solo, cuáles adalides pueden presentar
los dánaos, aun prescindiendo de Aquiles, que rompe filas de guerreros y tiene el ánimo
de un león. Mas el héroe, enojado con Agamenón, pastor de hombres, permanece en las
corvas naves surcadoras del ponto, y somos muchos los capaces de pelear contigo. Pero
empiece ya la lucha y el combate.
233 Respondióle el gran Héctor, el de tremolante casco:
234 -¡Ayante Telamonio, del linaje de Zeus, príncipe de hombres! No me tientes cual si
fuera un débil niño o una mujer que no conoce las cosas de la guerra. Versado estoy en
los combates y en las matanzas de hombres; sé mover a diestro y a siniestro la seca piel
de buey que llevo para luchar denodadamente; sé lanzarme a la pelea cuando en prestos
carros se batalla, y sé deleitar al cruel Ares en el estadio de la guerra. Pero a ti, siendo
cual eres, no quiero herirte con alevosía, sino cara a cara, si puedo conseguirlo.
244 Dijo, y blandiendo la enorme lanza, arrojóla y atravesó el bronce que cubría como
octava capa el gran escudo de Ayante formado por siete boyunos cueros: la indomable
punta horadó seis de éstos y en el séptimo quedó detenida. Ayante, del linaje de Zeus, tiró
a su vez su luenga lanza y dio en el escudo liso del Priámida, y la robusta lanza, pasando
por el terso escudo, se hundió en la labrada coraza y rasgó la túnica sobre el ijar;
inclinóse el héroe, y evitó la negra muerte. Y arrancando ambos las luengas lanzas de los
escudos, acometiéronse como carniceros leones o puercos monteses, cuya fuerza es
inmensa. El Priámida hirió con la lanza el centro del escudo de Ayante, y el bronce no
pudo romperlo porque la punta se torció. Ayante, arremetiendo, clavó la suya en el es-
cudo de aquél, a hizo vacilar al héroe cuando se disponía para el ataque; la punta abrióse
camino hasta el cuello de Héctor, y en seguida brotó la negra sangre. Mas no por esto
cesó de combatir Héctor, el de tremolante casco, sino que, volviéndose, cogió con su
robusta mano un pedrejón negro y erizado de puntas que había en el campo; lo tiró,
acertó a dar en el bollón central del gran escudo de Ayante, de siete boyunas pieles, a
hizo resonar el bronce que lo cubría. Ayante entonces, tomando una piedra


 

 
 

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