aqueos no se hubiesen apresurado a detenerte. El mismo Agamenón Atrida,
el de vasto
poder, asióle de la diestra exclamando:
109 -¡Deliras, Menelao, alumno de Zeus! Nada te fuerza a cometer tal locura.
Domínate, aunque estés afligido, y no quieras luchar por despique
con un hombre más
fuerte que tú, con Héctor Priámida, que a todos amedrenta
y cuyo encuentro en la batalla,
donde los varones adquieren gloria, causaba horror al mismo Aquiles, que lo
aventaja
tanto en bravura. Vuelve a juntarte con tus compañeros, siéntate,
y los aqueos harán que
se levante un campeón tal, que, aunque aquél sea intrépido
a incansable en la pelea, con
gusto, creo, se entregará al descanso si consigue escapar de tan fiero
combate, de tan
terrible lucha.
120 Así dijo; y el héroe cambió la mente de su hermano
con la oportuna exhortación.
Menelao obedeció; y sus servidores, alegres, quitáronle la armadura
de los hombros.
Entonces levantóse Néstor, y arengó a los argivos diciendo:
124 -¡Oh dioses! ¡Qué motivo de pesar tan grande le ha llegado
a la tierra aquea!
¡Cuánto gemiría el anciano jinete Peleo, ilustre consejero
y arengador de los mirmidones,
que en su palacio se gozaba con preguntarme por la prosapia y la descendencia
de los
argivos todos! Si supiera que éstos tiemblan ante Héctor, alzaría
las manos a los
inmortales para que su alma, separándose del cuerpo, bajara a la mansión
de Hades.
Ojalá, ¡padre Zeus, Atenea, Apolo!, fuese yo tan joven como cuando,
encontrándose los
pilios con los belicosos arcadios al pie de las murallas de Fea, cerca de la
corriente del
Járdano, trabaron el combate a orillas del impetuoso Celadonte. Entre
los arcadios
aparecía en primera línea Ereutalión, varón igual
a un dios, que llevaba la armadura del
rey Areítoo; del divino Areítoo, a quien por sobrenombre llamaban
el macero así los
hombres como las mujeres de hermosa cintura, porque no peleaba con el arco y
la formi-
dable lanza, sino que rompía las falanges con la férrea maza.
Al rey Areítoo matólo
Licurgo, no empleando la fuerza, sino la astucia, en un camino estrecho, donde
la férrea
clava no podía librarlo de la muerte: Licurgo se le adelantó,
envasóle la lanza en medio
del cuerpo, hízolo caer de espaldas, y despojóle de la armadura,
regalo del broncíneo
Ares, que llevaba en las batallas. Cuando Licurgo envejeció en el palacio,
entregó dicha
armadura a Ereutalión, su escudero querido, para que la usara; y éste,
con tales armas,
desafiaba entonces a los más valientes. Todos estaban amedrentados y
temblando, y nadie
se atrevía a aceptar el reto; pero mi ardido corazón me impulsó
a pelear con aquel
presuntuoso -era yo el más joven de todos- y combatí con él
y Atenea me dio gloria, pues
logré matar a aquel hombre gigantesco y fortísimo que tendido
en el suelo ocupaba un
gran espacio. Ojalá me rejuveneciera tanto y mis fuerzas conservaran
su robustez. ¡Cuán
pronto Héctor, el de tremolante casco, tendría combate! ¡Pero
ni los que sois los más
valientes de los aqueos todos, ni siquiera vosotros, estáis dispuestos
a it al encuentro de
Héctor!
161 De esta manera los increpó el anciano, y nueve por junto se levantaron.
Levantóse,
mucho antes que los otros, el rey de hombres, Agamenón; luego el fuerte
Diomedes
Tidida; después, ambos Ayantes, revestidos de impetuoso valor; tras ellos,
Idomeneo y su
escudero Meriones, que al homicida Enialio igualaba; en seguida Eurípilo,
hijo ilustre de
Evemón; y, finalmente, Toante Andremónida y el divino Ulises:
todos éstos querían
pelear con el ilustre Héctor. Y Néstor, caballero gerenio, les
dijo:
171 -Echad suertes, y aquél a quien le toque alegrará a los aqueos,
de hermosas grebas,
y sentirá regocijo en el corazón si logra escapar del flero combate,
de la terrible lucha.
175 Así dijo. Los nueve señalaron sus respectivas tarjas, y seguidamente
las metieron
en el casco de Agamenón Atrida. Los guerreros oraban y alzaban las manos
a los dioses.
Y alguno exclamó, mirando al anchuroso cielo:
179 -¡Padre Zeus! Haz que le caiga la suerte a Ayante, al hijo de Tideo,
o al mismo rey
de Micenas, rica en oro.
181 Así decían. Néstor, caballero gerenio, meneaba el casco,
hasta que por fin saltó la
tarja que ellos querían, la de Ayante. Un heraldo llevóla por
el concurso y, empezando
por la derecha, la enseñaba a los próceres aqueos, quienes, al
