a la encina; y el soberano Apolo, hijo de Zeus, habló primero diciendo:
24 -¿Por qué, enardecida nuevamente, oh hija del gran Zeus, vienes
del Olimpo? ¿Qué
poderoso afecto te mueve? ¿Acaso quieres dar a los dánaos la indecisa
victoria? Porque
de los troyanos no te compadecerías, aunque estuviesen pereciendo. Si
quieres
condescender con mi deseo -y sería lo mejor-, suspenderemos por hoy el
combate y la
pelea; y luego volverán a batallar hasta que logren arruinar a Ilio,
ya que os place a
vosotras, las inmortales, destruir esta ciudad.
33 Respondióle Atenea, la diosa de ojos de lechuza:
34 -Sea así, oh tú que hieres de lejos, con este propósito
vine del Olimpo al campo de
los troyanos y de los aqueos. Mas ¿por qué medio has pensado suspender
la batalla?
37 Contestó el soberano Apolo, hijo de Zeus:
3s -Hagamos que Héctor, de corazón fuerte, domador de caballos,
provoque a los
dánaos a pelear con él en terrible y singular combate; a indignados
los aqueos, de
hermosas grebas, susciten a alguien para que luche con el divino Héctor.
43 Así dijo; y Atenea, la diosa de ojos de lechuza, no se opuso. Héleno,
hijo amado de
Príamo, comprendió al punto lo que era grato a los dioses, que
conversaban, y, llegándose
a Héctor, le dirigió estas palabras:
47 -¡Héctor, hijo de Príamo, igual en prudencia a Zeus!
¿Querrás hacer lo que te diga
yo, que soy tu hermano? Manda que suspendan la batalla los troyanos y los aqueos
todos,
y reta al más valiente de éstos a luchar contigo en terrible combate,
pues aún no ha
dispuesto el hado que mueras y llegues al término fatal de tu vida. He
oído sobre esto la
voz de los sempiternos dioses.
54 Así dijo. Oyóle Héctor con intenso placer, y, corriendo
al centro de ambos ejércitos
con la lanza cogida por el medio, detuvo las falanges troyanas, que al momento
se que-
daron quietas. Agamenón contuvo a los aqueos, de hermosas grebas; y Atenea
y Apolo,
el del arco de plata, transfigurados en buitres, se posaron en la alta encina
del padre Zeus,
que lleva la égida, y se deleitaban en contemplar a los guerreros cuyas
densas filas
aparecían erizadas de escudos, cascos y lanzas. Como el Céfiro,
cayendo sobre el mar,
encrespa las olas, y el ponto negrea; de semejante modo sentáronse en
la llanura las
hileras de aqueos y troyanos. Y Héctor, puesto entre unos y otros, dijo:
67 -¡Oídme, troyanos y aqueos, de hermosas grebas, y os diré
to que en el pecho mi
corazón me dicta! El excelso Cronida no ratificó nuestros juramentos,
y seguirá
causándonos males a unos y a otros, hasta que toméis la torreada
Ilio o sucumbáis junto a
las naves, surcadoras del ponto. Entre vosotros se hallan los más valientes
aqueos; aquél a
quien el ánimo incite a combatir conmigo adelántese y será
campeón con el divino
Héctor. Propongo lo siguiente y Zeus sea testigo: Si aquél con
su bronce de larga punta
consigue quitarme la vida, despójeme de las armas, lléveselas
a las cóncavas naves, y en-
tregue mi cuerpo a los míos para que los troyanos y sus esposas lo suban
a la pira; y, si yo
lo matare a él, por concederme Apolo tal gloria, me llevaré sus
armas a la sagrada Ilio, las
colgaré en el templo de Apolo, que hiere de lejos, y enviaré el
cadáver a las naves de
muchos bancos, para que los aqueos, de larga cabellera, le hagan exequias y
le erijan un
túmulo a orillas del espacioso Helesponto. Y dirá alguno de los
futuros hombres,
atravesando el vinoso mar en una nave de muchos órdenes de remos: «Ésa
es la tumba de
un varón que peleaba valerosamente y fue muerto en edad remota por el
esclarecido
Héctor.» Así hablará, y mi gloria no perecerá
jamás.
92 Así dijo. Todos enmudecieron y quedaron silenciosos, pues por vergüenza
no
rehusaban el desafío y por miedo no se decidían a aceptarlo. Al
fin levantóse Menelao,
con el corazón afligidísimo, y los apostrofó de esta manera:
96 -¡Ay de mí, hombres jactanciosos; aqueas que no aqueos! Grande
y horrible será
nuestro oprobio si no sale ningún dánao al encuentro de Héctor.
Ojalá os volvierais agua
y tierra ahí mismo donde estáis sentados, hombres sin corazón
y sin honor. Yo seré quien
me arme y luche con aquél, pues la victoria la conceden desde lo alto
los inmortales
dioses.
103 Esto dicho, empezó a ponerse la magnífica armadura. Entonces,
oh Menelao,
hubieras acabado la vida en manos de Héctor, cuya fuerza era muy superior,
si los reyes
