de Navarra; pero, mientras bromeaba, nada ganaba. Biscarat era uno de esos hombres
de hierro
que no caen más que muertos.
Sin embargo, había que terminar. La ronda podía llegar y prender
a todos los combatientes,
heridos o no, realistas o cardenalistas. Athos, Aramis y D'Artagnan rodearon
a Biscarat y le
conminaron a rendirse. Aunque solo contra todos y con una estocada que le atravesaba
el muslo,
Biscarat quería seguir; pero Jussac, que se había levantado sobre
el codo, le gritó que se
rindiera. Biscarat era gascón como D'Artagnan; hizo oídos sordos
y se contentó con reír, y entre
dos quites, encontrando tiempo para dibujar con la punta de su espada un lugar
en el suelo, dijo
parodiando un versículo de la Biblia:
-Aquí morirá Biscarat, el único de los que están
con él!
-Pero están cuatro contra ti; acaba, te lo ordeno.
-¡Ah! Si lo ordenas, es distinto -dijo Biscarat-; como eres mi brigadier,
debo obedecer.
Y dando un salto hacia atrás, rompió la espada sobre su rodilla
pa ra no entregarla, arrojó los
trozos por encima de la tapia del convento y se cruzó de brazos silbando
un motivo cardenalista.
La bravura siempre es respetada, incluso en un enemigo. Los mosqueteros saludaron
a
Biscarat con sus espadas y las devolvieron a la vaina. D'Artagnan hizo otro
tanto, y luego,
ayudado por Biscarat, el único que había quedado en pie, llevó
bajo el soportal del convento a
Jussac, Cahusac y a aquel de los adversarios de Aramis que sólo había
sido herido. El cuarto,
como ya hemos dicho, estaba muerto. Luego hicieron sonar la campana y llevando
cuatro de las
cinco espadas se encaminaron ebrios de alegría hacia el palacio del señor
de Tréville.
Se les veía con los brazos entrelazados, ocupando todo lo ancho de la
calle, y agrupando tras sí
a todos los mosqueteros que encontraban, por lo que, al fin, aquello fue una
marcha triunfal. El
corazón de D'Artagnan nadaba en la ebriedad, caminaba entre Athos y Porthos
apretándolos con
ternura.
-Si todavía no soy mosquetero -dijo a sus nuevos amigos al franquear
la puerta del palacio del
señor de Tréville-, al menos ya soy aprendiz, ¿no es verdad?
Capítulo VI
Su majestad el rey Luis Xlll
El suceso hizo mucho ruido. El señor de Tréville bramó
en voz alta contra sus mosqueteros, y
los felicitó en voz baja; pero como no había tiempo que perder
para prevenir al rey el señor de
Tréville se apresuró a dirigirse al Louvre. Era demasiado tarde,
el rey se hallaba encerrado con el
cardenal, y dijeron al señor de Tréville que el rey trabajaba
y que no podía recibir en aquel
momento. Por la noche, el señor de Tréville acudió al juego
del rey. El rey ganaba, y como su
majestad era muy avaro, estaba de excelente humor; por ello, cuando el rey vio
de lejos a
Tréville, dijo:
-Venid aquí, señor capitán, venid que os riña; ¿sabéis
que Su Eminencia ha venido a
quejárseme de vuestros mosqueteros, y ello con tal emoción que
esta noche Su Eminencia está
enfermo? ¡Pero, bueno, vuestros mosqueteros son incorregibles, son gentes
de horca!
-No, Sire-respondió Tréville, que vio a la primera ojeada cómo
iban a desarrollarse las cosas-;
no, todo lo contrario, son buenas criaturas, dulces como corderos, y que no
tienen más que un
deseo, de eso me hago responsable: y es que su espada no salga de la vaina más
que para el
servicio de Vuestra Majestad. Pero, qué queréis, los guardias
del señor cardenal están
buscándoles pelea sin cesar, y por el honor mismo del cuerpo los pobres
jóvenes se ven
obligados a defenderse.
-¡Escuchad al señor de Tréville! -dijo el rey-. ¡Escuchadle!
¡Se diría que habla de una
comunidad religiosa! En verdad, mi querido capitán, me dan ganas de quitaros
vuestro despacho
y dárselo a la señorita de Chemerault, a quien he prometido una
abadía. Pero no pen séis que os
creeré sólo por vuestra palabra. Me llaman Luis el Justo, señor
de Tréville, y ahora mismo lo
veremos.
-Porque me fío de esa justicia, Sire, esperaré paciente y tranquilo
el capricho de Vuestra
Majestad.
-Esperad pues, señor, esperad -dijo el rey-, no os haré esperar
mucho.
En efecto, la suerte cambiaba, y como el rey empezaba a perder lo que había
ganado, no era
difícil encontrar un pretexto para hacer -perdónesenos esta expresión
