Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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-gritó por tercera vez Jussac.
-Está resuelto, señores -dijo Athos.
-¿Y qué decisión habéis tomado? - preguntó Jussac.
-Vamos a tener el honor de cargar contra vos -respondió Aramis, alzando con una mano su
sombrero y sacando su espada con la otra.
-¡Ah! ¿Os resistís? -exclamó Jussac.
-¡Por todos los diablos! ¿Os sorprende?
Y los nueve combatientes se precipitaron unos contra otros con una furia que no excluía cierto
método.
Athos cogió a un tal Cahusac, favorito del cardenal; Porthos tu vo a Biscarat y Aramis se vio
frente a dos adversarios.
En cuanto a D'Artagnan, se encontró lanzado contra el mismo Jussac.
El corazón del joven gascón batía hasta romperle el pecho, no de miedo, a Dios gracias, del
que no conocía siquiera la sombra, sino de emulación; se batía como un tigre furioso, dando
vueltas diez veces en torno a su adversario, cambiando veinte veces sus guardias y su te rreno.
Jussac era, como se decía entonces, un enamorado de la espada, y la había practicado mucho;
sin embargo, pasaba todos los apuros del mundo defendiéndose contra un adversario que, ágil y
saltarín, se alejaba a cada momento de las reglas recibidas, atacando por todos los lados a la
vez, y precaviéndose además como hombre que tiene el mayor respeto por su epidermis.
Por fin la lucha terminó por hacer perder la paciencia a Jussac. Furioso de ser tenido en jaque
por aquel al que había mirado como a un niño, se calentó y comenzó a cometer errores.
D'Artagnan que, a pesar de la práctica, poseía una profunda teoría, redobló la agilidad. Jussac,
queriendo terminar, lanzó una terrible estocada a su adversario ti rándose a fondo; pero éste paró
primero, y mientras Jussac se ponía en pie, deslizándose como una serpiente bajo su acero, le
pasó su es pada a través del cuerpo. Jussac cayó como una mole.
D'Artagnan lanzó entonces una mirada inquieta y rápida sobre el campo de batalla.
Aramis había matado ya a uno de sus adversarios; pero el otro le acosaba vivamente. Sin
embargo, Aramis estaba en buena situación y aún podía defenderse. Biscarat y Porthos acababan de hacer un golpe doble: Porthos había recibido una estocada
atravesándole el brazo, y Biscarat atravesándole el muslo. Pero como ninguna de las dos heridas
era grave, no se batían sino con más encarnizamiento.
Athos, herido de nuevo por Cahusac, palidecía a ojos vistas, pero no retrocedía un ápice: se
había limitado a cambiar de mano su espada, y se batía con la izquierda.
Según las leyes del duelo de esa época, D'Artagnan podía socorrer a uno; mientras buscaba
con los ojos qué compañero tenía necesidad de su ayuda sorprendió una mirada de Athos.
Aquella mirada era de una elocuencia sublime. Athos moriría antes que pedir socorro; pero podía
mirar, y con la mirada pedir apoyo. D'Artagnan lo adivinó, dio un salto terrible y cayó sobre el
flanco de Cahusac gritando:
-¡A mí, señor guardia, que yo os mato!
Cahusac se volvió, justo a tiempo. Athos, a quien sólo su extremado valor sostenía, cayó sobre
una rodilla.
-¡Maldita sea! -gritó a D'Artagnan-. ¡No lo matéis, joven, os lo suplico; tengo un viejo asunto
que terminar con él cuando esté curado y con buena salud! Desarmadle solamente, quitadle la
espada. ¡Eso es, bien, muy bien!
Esta exclamación le había sido arrancada a Athos por la espada de Cahusac, que saltaba a
veinte pasos de él. D'Artagnan y Cahusac se lanzaron a la vez, uno para recuperarla, el otro para
apoderarse de ella; pero D'Artagnan, más rápido llegó el primero y puso el pie encima.
Cahusac corrió hacia aquel de los guardias que había matado Aramis, se apoderó de su acero y
quiso volver a D'Artagnan; pero en su camino se encontró con Athos, que durante aquella pausa
de un instante que le había procurado D'Artagnan había recuperado el aliento y que, por temor a
que D'Artagnan le matase a su enemigo, quería volver a empezar el combate.
D'Artagnan comprendió que sería contrariar a Athos no dejarle ac tuar. En efecto, algunos
segundos después, Cahusac cayó con la garganta atravesada por una estocada.
En ese mismo instante, Aramis apoyaba su espada contra el pecho de su adversario derribado,
y le forzaba a pedir merced.
Quedaban Porthos y Biscarat: Porthos hacía mil fanfarronadas preguntando a Bicarat qué hora
podía ser, y le felicitaba por la compaña que acababa de obtener su hermano en el regimiento


 

 
 

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