simplicidad con que un instante
antes le había propuesto posponer el duelo tres días-, si tenéis
prisa y os place despacharme en
seguida, no os preocupéis, os lo ruego.
-Es esa una frase que me agrada -dijo Athos haciendo un gracioso gesto de cabeza
a
D'Artagnan-, no es propia de un hombre sin cabeza, y a todas luces lo es de
un hombre valiente.
Señor, me gustan los hombres de vuestro temple y veo que si no nos matamos
el uno al otro,
tendré más tarde verdadero placer en vuestra conversación.
Esperemos a esos señores, os lo
ruego, tengo tiempo, y será más co rrecto. ¡Ah, ahí
está uno según creo!
En efecto, por la esquina de la calle de Vaugirard comenzaba a aparecer el gigantesco
Porthos.
-¡Cómo! -exclamó D'Artagnan-. ¿Vuestro primer testigo
es el señor Porthos?
-Sí. ¿Os contraría?
-No, de ningún modo.
-Y ahí está el segundo.
D'Artagnan se volvió hacia el lado indicado por Athos y reconoció
a Aramis.
-¡Qué! -exclamó con un acento más asombrado que la
primera vez-. ¿Vuestro segundo testigo
es el señor Aramis?
-Claro, ¿no sabéis que no se nos ve jamás a uno sin los
otros, y que entre los mosqueteros y
entre los guardias, en la corte y en la ciudad, se nos llama Athos, Porthos
y Aramis o los tres
inseparables? Bueno como vos llegáis de Dax o de Pau...
-De Tarbes -dijo D'Artagnan.
-...os está permitido ignorar este detalle - dijo Athos.
-A fe mía -dijo D'Artagnan-, que estáis bien llamados, señores,
y mi aventura, si tiene alguna
resonancia, probará al menos que vuestra unión no está
fundada en el contraste.
Entre tanto Porthos se había acercado, había saludado a Athos
con la mano; luego, al volverse
hacia D'Artagnan, había quedado estupefacto.
Digamos de pasada que había cambiado de tahalí, y dejado su capa.
-¡Ah, ah! -exclamó-. ¿Qué es esto?
-Este es el señor con quien me bato -dijo Athos señalando con
la mano a D'Artagnan, y
saludándole con el mismo gesto.
-Con él me bato también yo - dijo Porthos.
-Pero a la una -respondió D'Artagnan.
-Y también yo me bato con este señor - dijo Aramis llegando a
su vez al lugar.
-Pero a las dos -dijo D'Artagnan con la misma calma.
-Pero ¿por qué te bates tú, Athos? -preguntó Aramis.
-A fe que no lo sé demasiado; me ha hecho daño en el hombro. ¿Y
tú, Porthos?
-A fe que me bato porque me bato -respondió Porthos enrojeciendo.
Athos, que no se perdía una, vio pasar una fina sonrisa por los labios
del gascón.
-Hemos tenido una discusión sobre indumentaria -dijo el joven.
-¿Y tú, Aramis? -preguntó Athos.
-Yo me bato por causa de teología -respondió Aramis haciendo al
mismo tiempo una señal a
D'Artagnan con la que le rogaba tener en secreto la causa del duelo.
Athos vio pasar una segunda sonrisa por los labios de D'Artagnan.
-¿De verdad? -dijo Athos.
-Sí, un punto de San Agustín sobre el que no estamos de acuer
do -dijo el gascón.
-Decididamente es un hombre de ingenio -murmuró Athos.
-Y ahora que estáis juntos, señores -dijo D'Artagnan-, permi tidme
que os presente mis
excusas.
A la palabra «excusas», una nube pasó por la frente de Athos,
una sonrisa altanera se deslizó
por los labios de Porthos, y una señal negativa fue la respuesta de Aramis.
-No me comprendéis, señores -dijo D'Artagnan alzando la cabeza,
en la que en aquel momento
jugaba un rayo de sol que doraba las facciones finas y osadas-: os pido excusas
en caso de que
no pueda pagaros mi deuda a los tres, porque el señor Athos tiene derecho
a matarme primero,
lo cual quita mucho valor a vuestra deuda, señor Porthos, y hace casi
nula la vuestra, señor
Aramis. Y ahora, señores, os lo repito, excusadme, pero sólo de
eso, ¡y en guardia!
A estas palabras, con el gesto más desenvuelto que verse pueda, D'Artagnan
sacó su espada.
La sangre había subido a la cabeza de D'Artagnan, y en aquel momento
habría sacado su
espada contra todos los mosqueteros del reino, como acababa de hacerlo contra
Athos, Porthos y
Aramis.
Eran las doce y cuarto. El sol estaba en su cenit y el emplazamiento escogido
para ser teatro
del duelo estaba expuesto a todos sus ardores.
-Hace mucho calor -dijo Athos sacando a su vez la espada-, y sin embargo no
podría quitarme
mi jubón, porque todavía hace un momento he sentido que mi herida
sangraba, y temo molestar
al señor mostrándole sangre que no me haya sacado él mismo.
