último, en cuanto al socarrón de Aramis, no le tenía demasiado
miedo, y suponiendo que llegase
hasta él, se encargaba de despacharlo aunque parezca imposible, o al
menos señalarle el rostro,
como César había recomendado hacer a los soldados de Pompeyo,
dañar para siempre aquella
belleza de la que estaba tan orgulloso.
Además había en D'Artagnan ese fondo inquebrantable de resolución
que habían depositado en
su corazón los consejos de su padre, consejos cuya sustancia era: «No
aguantar nada de nadie
salvo del rey, del cardenal y del señor de Tréville.» Voló,
pues, más que caminó, hacia el
convento de los Carmelitas Descalzados, o mejor Descalzos, como se decía
en aquella época,
especie de construcción sin ventanas, rodeada de prados áridos,
sucursal del Pré-aux-Clers, y
que de ordinario servía para encuentros de personas que no tenían
tiempo que perder.
Cuando D'Artagnan llegó a la vista del pequeño terreno baldío
que se extendía al pie de aquel
monasterio, Athos hacía sólo cinco minutos que esperaba, y daban
las doce. Era por tanto
puntual como la Samaritana y el más riguroso casuista en duelos no podría
decir nada.
Athos, que seguía sufriendo cruelmente por su herida, aunque hubiera
sido vendada a las
nueve por el cirujano del señor de Tréville, estaba sentado sobre
un mojón y esperaba a su
adversario con aquella compostura apacible y aquel aire digno que no le abandonaban
nunca. Al
ver a D'Artagnan, se levantó y dio cortésmente algunos pasos a
su encuentro. Este, por su parte,
no abordó a su adversario más que con sombrero en mano y su pluma
colgando hasta el suelo.
-Señor -dijo Athos-, he hecho avisar a dos amigos míos que me
servirán de padrinos, pero esos
dos amigos aún no han llegado. Me extraña que tarden: no es lo
habitual en ellos.
-Yo no tengo padrinos, señor -dijo D' Artagnan-, porque, llegado ayer
mismo a Paris, no
conozco aún a nadie, salvo al señor de Tréville, al que
he sido recomendado por mi padre, que
tiene el honor de ser uno de sus pocos amigos.
Athos reflexionó un instante.
-¿No conocéis más que al señor de Tréville?
-preguntó.
-No, señor, no conozco a nadie más que a él...
-¡Vaya..., pero... - prosiguió Athos hablando a medias para sí
mismo, a medias para
D'Artagnan-, vaya, pero si os mato daré la impresión de un traganiños!
-No demasiado, señor -respondió D'Artagnan con un saludo que no
carecía de dignidad-; no
demasiado, pues que me hacéis el honor de sacar la espada contra mí
con una herida que debe
molestaros mucho.
-Mucho me molesta, palabra, y me habéis hecho un daño de todos
los diablos, debo decirlo;
pero lucharé con la izquierda, es mi costumbre en semejantes circunstancias.
No creáis por ello
que os hago gracia, manejo limpiamente la espada con las dos manos; será
incluso desventaja
para vos: un zurdo es muy molesto para las personas que no están prevenidas.
Lamento no
haberos participado antes esta circunstancia.
-Señor -dijo D'Artagnan inclinándose de nuevo-, sois realmente
de una cortesía por la que no
os puedo quedar más reconocido.
-Me dejáis confuso -respondió Athos con su aire de gentilhombre-;
hablemos pues de otra
cosa, os lo suplico, a menos que esto os resulte desagradable. ¡Por todos
los diablos! ¡Qué daño
me habéis hecho! El hombro me arde...
-Si permitierais... -dijo D'Artagnan con timidez.
-¿Qué, señor?
-Tengo un bálsamo milagroso para las heridas, un bálsamo que me
viene de mi madre, y que
yo mismo he probado.
-¿Y?
-Pues que estoy seguro de que en menos de tres días este bálsamo
os curará y al cabo de los
tres días, cuando estéis curado, señor, sera para mí
siempre un gran honor ser vuestro hombre.
D'Artagnan dijo estas palabras con una simplicidad que hacía honor a
su cortesía, sin atentar
en modo alguno contra su valor.
-¡Pardiez, señor! -dijo Athos-. Es esa una propuesta que me place,
no que la acepte, pero
huele a gentilhombre a una legua. Así es como hablaban y obraban aquellos
valientes del tiempo
de Carlomagno, en quienes todo caballero debe buscar su modelo. Desgracia damente,
no
estamos ya en los tiempos del gran emperador. Estamos en la época del
señor cardenal, y de
aquí a tres días se sabría, por muy guardado que esté
el secreto se sabría, digo, que debemos
batirnos, y se opondrían a nuestro combate... Vaya, esos trotacalles
¿no acabarán de venir?
-Si tenéis prisa, señor -dijo D'Artagnan a Athos con la misma
