-¡Cómo, señor! -exclamó D'Artagnan-. Suponéis...
-Supongo, señor, que no sois un imbécil, y que sabéis bien,
aunque lleguéis de Gascuña, que
no se pisan sin motivo los pañuelos de bolsillo. ¡Qué diablos!
Paris no está empedrado de batista.
-Señor, os equivocáis tratando de humillarme -dijo D'Artagnan,
en quien el carácter peleón
comenzaba a hablar más alto que las resoluciones pacíficas-. Soy
de Gascuña, cierto, y puesto
que lo sabéis, no tendré necesidad de deciros que los gascones
son poco sufridos; de suerte que
cuando se han excusado una vez, aunque sea por una tontería, están
convencidos de que ya han
hecho más de la mitad de lo que debían hacer.
-Señor, lo que os digo -respondió Aramis-, no es para buscar pelea.
A Dios gracias no soy un
espadachín, y siendo sólo mosquetero por ínterin, sólo
me bato cuando me veo obligado, y
siempre con gran repugnancia; pero esta vez el asunto es grave, porque tenemos
a una dama
comprometida por vos.
-Por nosotros querréis decir -exclamó D'Artagnan.
-¿Por qué habéis tenido la torpeza de devolverme el pañuelo?
-¿Por qué habéis tenido vos la de dejarlo caer?
-He dicho y repito, señor, que ese pañuelo no ha salido de mi
bolsillo.
-¡Pues bien, mentís dos veces, señor, porque yo lo he visto
salir de él!
-¡Ah, con que lo tomáis en ese tono, señor gascón!
¡Pues bien, yo os enseñaré a vivir!
-Y yo os enviaré a vuestra misa, señor abate. Desenvainad, si
os place, y ahora mismo.
-No, por favor, querido amigo; no aquí, al menos. ¿No veis que
estamos frente al palacio
D'Aiguillon, que está lleno de criaturas del cardenal? ¿Quién
me dice que no es Su Eminencia
quien os ha encargado procurarle mi cabeza? Pero yo aprecio mucho mi cabeza,
dado que creo
que va bastante correctamente sobre mis hombros. Quiero mataros, estad tranquilo,
pero
mataros dulcemente, en un lugar cerrado y cubierto, allí donde no podáis
jactaros de vuestra
muerte ante nadie.
-Me parece bien, pero no os fiéis, y llevad vuestro pañuelo, os
pertenezca o no; quizá tengáis
ocasión de serviros de él.
-¿El señor es gascón? -preguntó Aramis.
-Sí. El señor no pospone una cita por prudencia.
-La prudencia, señor, es una virtud bastante inútil para los mosqueteros,
lo sé, pero
indispensable a las gentes de Iglesia; y como sólo soy mosquetero provisionalmente,
tengo que
ser prudente. A las dos tendré el honor de esperaros en el palacio del
señor de Tréville. Allí os
indicaré los buenos lugares.
Los dos jóvenes se saludaron, luego Aramis se alejó remontando
la calle que subía al
Luxemburgo, mientras D'Artagnan, viendo que la hora avanzaba, tomaba el camino
de los
Carmelitas Descalzos, di ciendo para sí:
-Decididamente, no puedo librarme; pero por lo menos, si soy muerto, seré
muerto por un
mosquetero.
Capítulo V
Los mosqueteros del rey y los guardias del señor cardenal
D'Artagnan no conocía a nadie en París. Fue por tanto a la cita
de Athos sin llevar segundo,
resuelto a contentarse con los que hubiera escogido su adversario. Por otra
parte tenía la
intención formal de dar al valiente mosquetero todas las excusas pertinentes,
pero sin debilidad,
por temor a que resultara de aquel duelo algo que siempre resulta molesto en
un asunto de este
género, cuando un hombre joven y vigoroso se bate contra un adversario
herido y debilitado:
vencido, duplica el triunfo de su antagonista; vencedor, es acusado de felonía
y de fácil audacia.
Por lo demás, o hemos expuesto mal el carácter de nuestro buscador
de aventuras, o nuestro
lector ha debido observar ya que D'Artagnan no era un hombre ordinario. Por
eso, aun
repitiéndose a sí mismo que su muerte era inevitable, no se resignó
a morir suavemente, como
cualquier otro menos valiente y menos moderado que él hubiera hecho en
su lugar. Reflexionó
sobre los distintos caracteres de aquellos con quienes iba a batirse, y empezó
a ver más claro en
su situación. Gracias a las leales excusas que le preparaba, esperaba
hacer un amigo de Athos,
cuyos aires de gran señor y cuya actitud austera le agr adaron mucho.
Se prometía meter miedo
a Porthos con la aventura del tahalí, que, si no quedaba muerto en el
acto, podía contar a todo el
mundo, relato que, hábilmente manejado para ese efecto, debía
cubrir a Porthos de ridículo; por
