Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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Por lo demás, los cuatro interrumpieron en aquel mismo instante su conversación.
D'Artagnan no era tan necio como para no darse cuenta de que estaba de más; pero no era
todavía lo suficiente ducho en las formas de la alta sociedad para salir gentilmente de una
situación falsa como lo es, por regla general, la de un hombre que ha venido a mezclarse con
personas que apenas conoce y en una conversación que no le afecta. Buscaba por tanto en su
interior un medio de retirarse lo menos torpemente posible, cuando notó que Aramis había
dejado caer su pañuelo y, por descuido sin duda, había puesto el pie encima; le pareció llegado
el momento de reparar su inconveniencia: se agachó, y con el gesto más gracioso que pudo
encontrar, sacó el pañuelo de debajo del pie del mosquetero, por más esfuerzos que hizo éste
por retenerlo, y le dijo devolviéndoselo:
-Señor, aquí tenéis un pañuelo que en mi opinión os molestaría mucho perder.
En efecto, el pañuelo estaba ricamente bordado y llevaba una corona y armas en una de sus
esquinas. Aramis se ruborizó excesivamente y arrancó más que cogió el pañuelo de manos del
gascón.
-¡Ah, ah! -exclamó uno de los guardias-. Encima dirás, discreto Aramis, que estás a mal con la
señora de Bois-Tracy, cuando esa graciosa dama tiene la cortesía de prestarte sus pañuelos.
Aramis lanzó a D'Artagnan una de esas miradas que hacen com prender a un hombre que
acaba de ganarse un enemigo mortal; luego, volviendo a tomar su tono dulzarrón, dijo:
-Os equivocáis, señores, este pañuelo no es mío, y no sé por qué el señor ha tenido la fantasía
de devolvérmelo a mí en vez de a uno de vosotros, y prueba de lo que digo es que aquí está el
mío, en mi bolsillo.
A estas palabras, sacó su propio pañuelo, pañuelo muy elegante también, y de fina batista,
aunque la batista fuera cara en aquella épo ca, pero pañuelo bordado, sin armas, y adornado con
una sola inicial, la de su propietario.
Esta vez, D'Artagnan no dijo ni pío, había reconocido su error, pe ro los amigos de Aramis no se
dejaron convencer por sus negativas, y uno de ellos, dirigiéndose al joven mosquetero con
seriedad afecta da, dijo: -Si fuera como pretendes, me vería obligado, mi querido Aramis, a pedírtelo; porque, como
sabes, Bois-Tracy es uno de mis íntimos, y no quiero que se haga trofeo de las prendas de su
mujer.
-Lo pides mal -respondió Aramis-; y aun reconociendo la jus teza de tu reclamación en cuanto al
fondo, me negaré debido a la forma.
-El hecho es -aventuró tímidamente D'Artagnan-, que yo no he visto salir el pañuelo del bolsillo
del señor Aramis. Tenía el pie encima, eso es todo, y he pensado que, dado que tenía el pie, el
pañuelo era suyo.
-Y os habéis equivocado, querido señor -respondió fríamente Aramis, poco sensible a la
reparación.
Luego, volviéndose hacia aquel de los guardias que se había declarado amigo de Bois-Tracy,
continuó:
-Además, pienso, mi querido íntimo de Bois-Tracy, que yo soy amigo suyo no menos cariñoso
que puedas serlo tú; de suerte que, en rigor, este pañuelo puede haber salido tanto de tu bolsillo
como del mío.
-¡No, por mi honor! -exclamó el guardia de Su Majestad.
-Tú vas a jurar por tu honor y yo por mi palabra, y entonces evidentemente uno de nosotros
dos mentirá. Mira, hagámosio mejor, Mon taran, cojamos cada uno la mitad.
-¿Del pañuelo?
-Sí.
-De acuerdo -exclamaron lo otros dos guardias- el juicio del rey Salomón. Decididamente,
Aramis, estás lleno de sabiduría.
Los jóvenes estallaron en risas, y como es lógico, el asunto no tuvo más continuación. Al cabo
de un instante la conversación cesó, y los tres guardias y el mosquetero, después de haberse
estrechado cordialmente las manos, tiraron los tres guardias por su lado y Aramis por el suyo.
-Este es el momento de hacer las paces con ese hombre galante -se dijo para sí D'Artagnan,
que se había mantenido algo al margen durante toda la última parte de aquella conversación. Y
con estas buenas intenciones, acercándose a Aramis, que se alejaba sin prestarle más atención,
le dijo:
-Señor, espero que me perdonéis.
-¡Ah, señor! -le interrumpió Aramis-. Permitidme haceros observar que no habéis obrado en
esta circunstancia como un hombre galante debe hacerlo.


 

 
 

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