-Señor, os desollaréis, os lo aviso, si os restregáis así
en los mosqueteros.
-¿Desollar, señor? - dijo D'Artagnan-. La palabra es dura.
-Es la que conviene a un hombre acostumbrado a mirar de frente a sus enemigos.
-¡Pardiez! De sobra sé que no enseñis la espalda a los vuestros.
Y el joven, encantado de su travesura, se alejó riendo a mandíbula
batiente.
Porthos echó espuma de rabia a hizo un movimiento para precipitarse sobre
D'Artagnan.
-Más tarde, más tarde -le gritó éste-, cuando no
tengáis vuestra capa.
-A la una, pues, detrás del Luxemburgo.
-Muy bien, a la una -respondió D'Artagnan volviendo la esquina de la
calle.
Pero ni en la calle que acababa de recorrer, ni en la que abarcaba ahora con
la vista vio a
nadie. Por despacio que hubiera andado el des conocido, había hecho camino;
quizá también
había entrado en alguna casa. D'Artagnan preguntó por él
a todos los que encontró, bajó luego
hasta la barcaza, subió por la calle de Seine y la Croix Rouge; pero
nada, absolutamente nada.
Sin embargo, aquella carrera le resul tó beneficiosa en el sentido de
que a medida que el sudor
inundaba su frente su corazón se enfriaba.
Se puso entonces a reflexionar sobre los acontecimientos que acababan de ocurrir;
eran
abundantes y nefastos: eran las once de la mañana apenas, y la mañana
le había traído ya el
disfavor del señor de Tréville, que no podría dejar de
encontrar algo brusca la forma en que
D'Artagnan lo había abandonado.
Además, había pescado dos buenos duelos con dos hombres capaces
de matar, cada uno, tres
D'Artagnan; en fin, con dos mosqueteros, es decir, con dos de esos seres que
él estimaba tanto
que los ponía, en su pensamiento y en su corazón, por encima de
todos los demás hombres.
La coyuntura era triste. Seguro de ser matado por Athos, se com prende que el
joven no se
inquietara mucho de Porthos. Sin embargo, como la esperanza es lo último
que se apaga en el
corazón del hombre, llegó a esperar que podría sobrevivir,
con heridas terribles, por supuesto, a
aquellos dos duelos, y, en caso de supervivencia, se hizo para el futuro las
reprimendas
siguientes:
-¡Qué atolondrado y ganso soy! Ese valiente y desgraciado Athos
estaba herido justamente en
el hombro contra el que yo voy a dar con la cabeza como si fuera un morueco.
Lo único que me
extraña es que no me haya matado en el sitio; estaba en su derecho y
el dolor que le he causado
ha debido de ser atroz. En cuanto a Porthos..., ¡oh, en cuanto a Porthos,
a fe que es más
divertido!
Y a pesar suyo, el joven se echó a reír, mirando no obstante si
aque lla risa aislada, y sin motivo
a ojos de quienes le viesen reír, iba a herir a algún viandante.
-En cuanto a Porthos, es más divertido; pero no por ello dejo de ser
un miserable atolondrado.
No se lanza uno así sobre las personas sin decir cuidado, no, y no se
va a mirarlos debajo de la
capa para ver lo que no hay. Me habría perdonado de buena gana, seguro;
me habría perdonado
si no le hubiera hablado de ese maldito tahalí, con palabras encubiertas,
cierto; sí, bellamente
encubiertas. ¡Ah, soy un maldito gascón, sería ingenioso
hasta en la sartén de freír! ¡Vamos,
D'Ar tagnan, amigo mío -continuó, hablándole a sí
mismo con toda la confianza que creía
deberse- si escapas a ésta, cosa que no es probable, se trata de ser
en el futuro de una cortesía
perfecta. En adelante es preciso que te admiren, que te citen como modelo. Ser
atento y cortés
no es ser cobarde. Mira mejor a Aramis: Aramis es la dulzura, es la gracia en
persona. ¡Y bien!,
¿a quién se le ha ocurrido alguna vez decir que Aramis era un
cobarde? No desde luego que a
nadie y de ahora en adelante quiero tomarle en todo por modelo. ¡Ah, precisamente
ahí está!
D'Artagnan, mientras caminaba monologando, había llegado a unos pocos
pasos del palacio
D'Aiguillon y ante este palacio había visto a Aramis hablando alegremente
con tres
gentileshombres de la guardia del rey. Por su parte, Aramis vio a D'Artagnan;
pero como no
olvidaba que había sido delante de aquel joven ante el que el señor
de Trévi lle se había irritado
tanto por la mañana, y como un testigo de los re proches que los mosqueteros
habían recibido no
le resultaba en modo alguno agradable, fingía no verlo. D'Artagnan, entregado
por entero a sus
planes de conciliación y de cortesía, se acercó a los cuatro
jóve nes haciéndoles un gran saludo
acompañado de la más graciosa sonri sa. Aramis inclinó
ligeramente la cabeza, pero no sonrió.
