Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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escalera cuyos escalones contaba con descender de cuatro en cuatro cuando, arrastrado por su
camera, fue a dar de cabeza en un mosquetero que salía del gabinete del señor de Tréville por
una puerta de excusado; y al golpearle con la frente en el hombro, le hizo lanzar un grito o mejor
un aullido.
-Perdonadme -dijo D'Artagnan tratando de reemprender su carrera-, perdonadme, pero tengo
prisa.
Apenas había descendido el primer escalón cuando un puño de hierro le cogió por su bandolera
y lo detuvo.
-¡Tenéis prisa! -exclamó el mosquetero, pálido como un lienzo-. Con ese pretexto golpeáis,
decís: «Perdonadme», y creéis que eso basta. De ningún modo, amiguito. ¿Creéis que porque
habéis oído al señor de Tréville hablarnos un poco bruscamente hoy, se nos puede tratar como él
nos habla? Desengañaos, compañero; vos no sois el señor de Tréville. -A fe mía -replicó D'Artagnan al reconocer a Athos, el cual, tras el vendaje realizado por el
doctor, volvía a su alojamiento-, a fe mía que no lo he hecho a propósito, ya he dicho
«Perdonadme». Me parece, pues, que es bastante. Sin embargo, os lo repito, y esta vez es quizá
demasiado, palabra de honor, tengo prisa, mucha prisa. Soltadme, pues, osto suplico y dejadme
ir a donde tengo que hacer.
-Señor -dijo Áthos soltándole-, no sois cortés. Se ve que venís de lejos.
D'Artagnan había ya salvado tres o cuatro escalones, pero a la observación de Athos se detuvo
en seco.
-¡Por todos los diablos, señor! -dijo-. Por lejos que venga no sois vos quien me dará una
lección de Buenos modales, os lo advierto.
-Puede ser -dijo Athos.
-Ah, si no tuviera tanta prisa -exclamó D'Artagnan-, y si no corriese detrás de uno...
-Señor apresurado, a mí me encontraréis sin comer, ¿me oís?
-¿Y dónde, si os place?
-Junto a los Carmelitas Descalzos.
-¿A qué hora?
-A las doce.
-A las doce, de acuerdo, allí estaré.
-Tratad de no hacerme esperar, porque a las doce y cuarto os prevengo que seré yo quien
coma tras vos y quien os corte las orejas a la camera.
-¡Bueno! -le gritó D'Artagnan-. Que sea a las doce menos diez.
Y se puso a comer como si lo llevara el diablo, esperando encontrar todavía a su desconocido,
a quien su paso tranquilo no debía haber llevado muy lejos.
Pero a la puerta de la calle hablaba Porthos con un soldado de guardia. Entre los dos que
hablaban, había el espacio justo de un hombre. D'Artagnan creyó que aquel espacio le bastaría, y
se lanzó para pasar como una flecha entre ellos dos. Pero D'Artagnan no había contado con el
viento. Cuando iba a pasar, el viento sacudió en la amplia capa de Porthos, y D'Artagnan vino a
dar precisamente en la capa. Sin duda, Porthos tenía razones para no abandonar aquella parte
esencial de su vestimenta, porque en lugar de dejar ir el faldón que sostenía, tiró de él, de tal
suerte que D'Artagnan se enrolló en el terciopelo con un movimiento de rotación que explica la
resistencia del obstinado Porthos.
D'Artagnan, al oír jurar al mosquetero, quiso salir de debajo de la capa que lo cegaba, y buscó
su camino por el doblez. Temía sobre todo haber perjudicado el lustre del magnífico tahalí que
conocemos; pero, al abrir tímidamente los ojos, se encontró con la nariz pegada entre los dos
hombros de Porthos, es decir, encima precisamente del tahalí.
¡Ay!, como la mayoría de las cosas de este mundo que sólo tienen apariencia el tahalí era de
oro por delante y de simple búfalo por detrás. Porthos, como verdadero fanfarrón que era, al no
poder tener un tahalí de oro, completamente de oro, tenía por lo menos la mitad; se comprende
así la necesidad del resfriado y la urgencia de la capa.
-¡Por mil diablos! - gritó Porthos haciendo todo lo posible por desembarazarse de D'Artagnan
que le hormigueaba en la espalda-. ¿Tenéis acaso la rabia para lanzaros de ese modo sobre las
personas? -Perdonadme -dijo D'Artagnan reapareciendo bajo el hombro del gigante-, pero tengo mucha
prisa, como detrás de uno, y...
-¿Es que acaso olvidáis vuestros ojos cuando corréis? -preguntó Porthos.
-No -respondió D'Artagnan picado-, no, y gracias a mis ojos veo incluso lo que no ven los
demás.
Porthos comprendió o no comprendió; lo cierto es que dejándose llevar por su cólera dijo:


 

 
 

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