manifes tarse en los gentileshombres, decidme adiós y despidámonos.
Os ayudaré en mil
circunstancias, pero sin relacionaros con mi persona. Espero que mi franqueza,
en cualquier
caso, os hará amigo mío; porque sois, hasta el presente, el único
joven al que he hablado como
lo hago.
Tréville se decía aparte para sí:
«Si el cardenal me ha despachado a este joven zorro, a buen se guro, él,
que sabe hasta qué
punto lo execro, no habrá dejado de decir a su espía que el mejor
medio de hacerme la corte es
echar pestes de él; así, pese a mis protestas, el astuto compadre
va a responderme con toda
seguridad que siente horror por Su Eminencia.»
Ocurrió de muy otra forma a como esperaba Tréville; D'Artagnan
respondió con la mayor
simplicidad:
-Señor, llego a París con intenciones completamente idénticas.
Mi padre me ha recomendado
no aguantar nada salvo del rey, del señor cardenal y de vos, a quienes
tiene por los tres primeros
de Francia.
D'Artagnan añadía el señor de Tréville a los otros
dos, como podemos darnos cuenta; pero
pensaba que este añadido no tenía por qué estropear nada.
-Tengo, pues, la mayor veneración por el señor cardenal -continuó-,
y el más profundo respeto
por sus actos. Tanto mejor para mí, señor, si me habláis,
como decís, con franqueza; porque
entonces me haréis el honor de estimar este parecido de gustos; mas si
habéis tenido alguna
desconfianza, muy natural por otra parte, siento que me pierdo diciendo la verdad;
pero, tanto
peor; así no dejaréis de estimarme, y es lo que quiero más
que cualquier otra cosa en el mundo.
El señor de Tréville quedó sorprendido hasta el extremo.
Tanta penetración, tanta franqueza,
en fin, le causaba admiración, pero no disipaba enteramente sus dudas;
cuanto más superior
fuera este joven a los demás, tanto más era de temer si se engañaba.
Sin embargo, apretó la
mano de D'Artagnan, y le dijo:
-Sois un joven honesto, pero en este momento no puedo hacer nada por vos más
que lo que
os he ofrecido hace un instante. Mi palacio estará siempre abierto para
vos. Más tarde, al poder
requerirme a todas horas y por tanto aprovechar todas las ocasiones, obtendréis
probablemente
lo que deseáis obtener.
-Eso quiere decir, señor -prosiguió D'Artagnan-, que esperáis
a que vuelva digno de ello. Pues
bien, estad tranquilo, -añadió con la familiaridad del gascón-,
no esperaréis mucho tiempo.
Y saludó para retirarse como si el resto corriese en adelante de su cuenta.
-Pero esperad - dijo el señor de Tréville deteniéndolo-,
os he prometido una carta para el
director de la Academia. ¿Sois demasiado orgulloso para aceptarla, mi
joven gentilhombre?
-No, señor -dijo D'Artagnan-; os respondo que no ocurrirá con
esta como con la otra. La
guardaré tan bien que os juro que llegará a su destino, y ¡ay
de quien intente robármela!
El señor de Tréville sonrió ante esa fanfarronada y, dejando
a su joven compatriota en el vano
de la ventana, donde se encontraba y donde habían hablado juntos, fue
a sentarse a una mesa y
se puso a escribir la carta de recomendación prometida. Durante ese tiempo,
D'Ar tagnan, que no
tenía nada mejor que hacer, se puso a batir una marcha contra los cristales,
mirando a los
mosqueteros que se iban uno tras otro, y siguiéndolos con la mirada hasta
que desaparecían al
volver la calle.
El señor de Tréville, después de haber escrito la carta,
la selló y, levantándose, se acercó al
joven para dársela; pero en el momento mismo en que D'Artagnan extendía
la mano para
recibirla, el señor de Tréville quedó completamante estupefacto
al ver a su protegido dar un
salto, enrojecer de cólera y lanzarse fuera del gabinete gritando:
-¡Ah, maldita sea! Esta vez no se me escapará.
-¿Pero quién? -preguntó el señor de Tréville.
-¡El, mi ladrón! -respondió D'Artagnan-. ¡Ah, traidor!
Y desapareció.
-¡Diablo de loco! -murmuró el señor de Tréville-.
A menos -añadió- que no sea una manera
astuta de zafarse, al ver que ha marrado su golpe.
Capítulo IV
El hombro de Athos, el tahalí de Porthos y el pañuelo de Aramis
D'Artagnan, furioso, había atravesado la antecámara de tres saltos
y se abalanzaba a la
