-En efecto -respondió el señor de Tréville-, me sorprende
que hayáis emprendido tan largo
viaje sin ese viático obligado, único recur so de nosotros los
bearneses.
-La tenía, señor, y, a Dios gracias, en buena forma -exclamó
D'Artagnan-; pero me fue robada
pérfidamente.
Y contó toda la escena de Meung, describió al gentilhombre desconocido
en sus menores
detalles, todo ello con un calor y una verdad que encantaron al señor
de Tréville.
-Sí que es extraño -dijo este último pensando-. ¿Habíais
habla do de mí en voz alta?
-Sí, señor, sin duda cometí esa imprudencia; qué
queréis, un nombre como el vuestro debía
servirme de escudo en el camino. ¡Juzgad si me puse a cubierto a menudo!
La adulación estaba muy de moda entonces, y el señor de Tréville
amaba el incienso como un
rey o como un cardenal. No pudo impedirse por tanto sonreír con satisfacción
visible, pero
aquella sonrisa se borró muy pronto, volviendo por sí mismo a
la aventura de Meung.
-Decidme -repuso-, ¿no tenía ese gentilhombre una ligera cicatriz
en la sien?
-Sí, como lo haría la rozadura de una bala.
-¿No era un hombre de buen aspecto?
-Sí.
-¿Y de gran estatura?
-Sí.
-¿Pálido de tez y moreno de pelo?
-Sí, sí, eso es. ¿Cómo es, señor, que conocéis
a ese hombre? ¡Ah, si alguna vez lo encuentro, y
os juro que lo encontraré, aunq ue sea en el infierno...!
-¿Esperaba a una mujer? -prosiguió Tréville.
-Al menos se marchó tras haber hablado un instante con aquella a la que
esperaba.
-¿No sabéis cuál era el tema de su conversación?
-El le entregaba una caja, le decía que aquella caja contenía
sus instrucciones, y le
recomendaba no abrirla hasta Londres.
-¿Era inglesa esa mujer?
-La llamaba Milady.
-¡El es! -murmuró Tréville-. ¡El es! Y yo le creía
aún en Bruselas.
-Señor, sabéis quién es ese hombre -exclamó D'Artagnan-.
In dicadme quién es y dónde está, y
os libero de todo, incluso de vuestra promesa de hacerme ingresar en los mosqueteros;
porque
antes que cualquier otra cosa quiero vengarme.
-Guardaos de ello, joven -exclamó Tréville-; antes bien, si lo
veis venir por un lado de la calle,
pasad al otro. No os enfrentéis a semejante roca: os rompería
como a un vaso.
-Eso no impide -dijo D'Artagnan- que si alguna vez lo encuentro...
-Mientras tanto -prosiguió Tréville-, no lo busquéis, si
tengo algún consejo que daros.
De pronto Tréville se detuvo, impresionado por una sospecha súbita.
Aquel gran odio que
manifestaba tan altivamente el joven viajero por aquel hombre que, cosa bastante
poco
verosímil, le había robado la carta de su padre, aquel odio ¿no
ocultaba alguna perfidia? ¿No le
habría sido enviado aquel joven por Su Eminencia? ¿No vendría
para tenderle alguna trampa?
Ese presunto D'Artagnan ¿no sería un emisario del cardenal que
trataba de introducirse en su
casa, y que le habían puesto al lado para sorprender su confianza y para
perderlo más tarde,
como mil veces se había hecho? Miró a D'Artagnan más fijamente
aún que la vez primera. Sólo
se tranquilizó a medias por el aspecto de aquellá fisonomía
chispeante de ingenio astuto y de
humildad afectada.
«Sé de sobra que es gascón - pensó-. Pero puede serlo
tanto para el cardenal como para mí.
Veamos, probémosle.»
-Amigo mío -le dijo lentamente- quiero, como a hijo de mi viejo amigo
(porque tengo por
verdadera la historia de esa carta perdida), quiero -dijo-, para reparar la
frialdad que habéis
notado ante todo en mi recibimiento, descubriros los secretos de nuestra política.
El rey y el
cardenal son los mejores amigos del mundo: sus aparentes altercados no son más
que para
engañar a los imbéciles. No pretendo que un compatriota, un buen
caballero, un muchacho
valiente, hecho para avanzar, sea víctima de todos esos fingimientos
y caiga como un necio en la
trampa, al modo de tantos otros que se han perdido por ello. Pensad que yo soy
adicto a estos
dos amos todopoderosos, y que nunca mis diligencias serias tendrán otro
fin que el servicio del
rey y del señor cardenal, uno de los más ilustres genios que Francia
ha producido. Ahora, joven,
regulad vuestra conducta sobre esto, y si tenéis, bien por familia, bien
por amigos, bien por
propio instinto, alguna de esas enemistades contra el cardenal semejante a las
que vemos
