Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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Un instante después, Porthos y Aramis volvieron; sólo el cirujano y el señor de Tréville se
habían quedado junto al herido.
Por fin, el señor de Tréville regresó también. El herido había recuperado el conocimiento; el
cirujano declaraba que el estado del mosquetero nada tenía que pudiese inquietar a sus amigos,
habiendo sido ocasionada su debilidad pura y simplemente por la pérdida de sangre.
Luego el señor de Tréville hizo un gesto con la mano y todos se retiraron excepto D'Artagnan,
que no olvidaba que tenía audiencia y que, con su tenacidad de gascón, había permanecido en el
mismo sitio.
Cuando todo el mundo hubo salidoy la puerta fue cerrada, el señor de Tréville se volvió y se
encontró solo con el joven. El suceso que acababa de ocurrir le había hecho perder algo el hilo
de sus ideas. Se informó de lo que quería el obstinado solicitante. D'Artagnan entonces dio su
nombre, y el señor de Tréville, trayendo a su memoria de golpe todos sus recuerdos del presente
y del pasado, se puso al corriente de la situación. -Perdón -le dijo sonriente-, perdón, querido compatriota, pero os había olvidado por completo.
¡Qué queréis! Un capitán no es nada más que un padre de familia cargado con una
responsabilidad mayor que un padre de familia normal. Los soldados son niños grandes; pero
como debo hacer que las órdenes del rey, y sobre todo las del señor cardenal, se cumplan...
D'Artagnan no pudo disimular una sonrisa. Ante ella, el señor de Tréville pensó que no se las
había con un imbécil y, yendo derecho al grano, cambiando de conversación, dijo:
-Quise mucho a vuestro señor padre. ¿Qué puedo hacer por su hijo? Daos prisa, mi tiempo no
es mío.
-Señor -dijo D'Artagnan-, al dejar Tarbes y venir hacia aquí, me proponía pediros, en recuerdo
de esa amistad cuya memoria no habéis perdido, una casaca de mosquetero; pero después de
cuanto he visto desde hace dos horas, comprendo que un favor semejante sería enorme, y
tiemblo de no merecerlo.
-En efecto, joven, es un favor -respondió el señor de Tréville-; pero quizá no esté tan por
encima de vos como creéis o fingís creerlo. Sin embargo, una decisión de Su Majestad ha
previsto este caso, y os anuncio con pesar que no se recibe a nadie como mosquetero antes de
la prueba previa de algunas campañas, de ciertas acciones de brillo, o de un servicio de dos años
en algún otro regimiento menos favorecido que el nuestro.
D'Artagnan se inclinó sin responder nada. Se sentía aún más deseoso de endosarse el uniforme
de mosquetero desde que había tan grandes dificultades en obtenerlo.
-Pero -prosiguió Tréville fijando sobre su compatriota una mirada tan penetrante que se
hubiera dicho que quería leer hasta el fondo de su corazón-, pero por vuestro padre, antiguo
compañero mío co mo os he dicho, quiero hacer algo por vos, joven. Nuestros cadetes de Béarn
no son por regla general ricos, y dudo de que las cosas hayan cambiado mucho de cara desde mi
salida de la provincia. No debéis tener, para vivir, demasiado dinero que hayáis traído con vos.
D'Artagnan se irguió con un ademán orgulloso que quería decir que él no pedía limosna a
nadie.
-Está bien, joven, está bien -continuó Tréville- ya conozco esos ademanes; yo vine a Paris con
cuatro escudos en mi bolsillo, y me hubiera batido con cualquiera que me hubiera dicho que no
me hallaba en situación de comprar el Louvre.
D'Artagnan se irguió más y más; gracias a la venta de su caballo, comenzaba su carrera con
cuatro escudos más de los que el señor de Tréville había comenzado la suya.
-Debéis, pues, decía yo, tener necesidad de conservar lo que tenéis, por fuerte que sea esa
suma; pero debéis necesitar también perfeccionaros en los ejercicios que convienen a un
gentilhombre. Escribiré hoy mismo una carta al director de la Academia Real y desde mañana os
recibirá sin retribución alguna. No rechacéis este pequeño favor. Nuestros gentileshombres de
mejor cuna y más ricos lo solicitan a veces sin poder obtenerlo. Aprenderéis el manejo del
caballo, esgrima y danza; haréis buenos conocimientos, y de vez en cuando volveréis a verme
para decirme cómo os encontráis y si puedo hacer algo por vos.
Por desconocedor que fuera D'Artagnan de las formas de la corte, se dio cuenta de la frialdad
de aquel recibimiento.
-¡Desgraciadamente, señor -dijo- veo la falta que hoy me hace la carta de recomendación que
mi padre me había entregado para vos!


 

 
 

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