Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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más. Ya conocéis vos a Athos; pues bien, capitán, trató de levantarse dos veces, y volvió a caer
las dos veces. Sin embargo, no nos hemos rendido, ¡no!, nos han llevado a la fuerza. En camino,
nos hemos escapado. En cuanto a Athos, lo creyeron muerto, y lo dejaron tranquilamente en el
campo de batalla, pensando que no valía la pena llevarlo. Esa es la historia. ¡Qué diablos,
capitán, no se ganan todas las batallas! El gran Pompeyo perdió la de Farsalia, y el rey Francisco
I, que según lo que he oído decir valía tanto como él, perdió sin embargo la de Pavía.
-Y tengo el honor de aseguraros que yo maté a uno con su propia espada -dijo Aramis- porque
la mía se rompió en el primer encuentro... Matado o apuñalado, señor, como más os plazca.
-Yo no sabía eso -prosiguió el señor de Tréville en un tono algo sosegado-. Por lo que veo, el
señor cardenal exageró.
-Pero, por favor, señor -continuó Aramis, que, al ver a su cap¡tán aplacarse, se atrevía a
aventurar un ruego-, por favor, señor, no digáis que el propio Athos está herido, sería para
desesperarse que llegara a oídos del rey, y como la herida es de las más graves, dado que
después de haber atravesado el hombro ha penetrado en el pecho, sería de temer...
En el mismo instante, la cortina se alzó y una cabeza noble y hermosa, pero horriblemente
pálida, apareció bajo los flecos:
-¡Athos! -exclamaron los dos mosqueteros.
-¡Athos! -repitió el mismo señor de Tréville.
-Me habéis mandado llamar, señor -dijo Athos al señor de Tréville con una voz debilitada pero
perfectamente calma-, me habéis llamado por lo que me han dicho mis compañeros, y me
apresuro a ponerme a vuestras órdenes; aquí estoy, señor, ¿qué me queréis?
Y con estas palabras, el mosquetero, con firmeza irreprochable, ceñido como de costumbre,
entró con paso firme en el gabinete. El señor de Tréville, emocionado hasta el fondo de su
corazón por aquella prueba de valor, se pr ecipitó hacia él. -Estaba diciéndoles a estos señores -añadió-, que prohíbo a mis mosqueteros exponer su vida
sin necesidad, porque las personas va lientes son muy caras al rey, y el rey sabe que sus
mosqueteros son las personas más valientes de la tierra. Vuestra mano, Athos.
Y sin esperar a que el recién venido respondiese por sí mismo a aquella prueba de afecto, al
señor de Tréville cogía su mano derecha y se la apretaba con todas sus fuerzas sin darse cuenta
de que Athos, cualquiera que fuese su dominio sobre sí mismo, dejaba escapar un gesto de dolor
y palidecía aún más, cosa que habría podido creerse imposible.
La puerta había quedado entrearbierta, tanta sensación había causado la llegada de Athos,
cuya herida, pese al secreto guardado, era conocida de todos. Un murmullo de satisfacción
acogió las últimas palabras del capitán, y dos o tres cabezas, arrastradas por el entusiasmo,
aparecieron por las aberturas de la tapicería. Iba sin duda el señor de Tréville a reprimir con
vivas palabras aquella infracción a las leyes de la etiqueta, cuando de pronto sintió la mano de
Athos crisparse en la suya, y dirigiendo los ojos hacia él se dio cuenta de que iba a desvanecerse.
En el mismo instante, Athos, que había reunido todas sus fuerzas para luchar contra el dolor,
vencido al fin por él, cayó al suelo co mo si estuviese muerto.
-¡Un cirujano! - gritó el señor de Tréville-. ¡El mío, el del rey, el mejor! ¡Un cirujano! Si no,
maldita sea, mi valiente Athos va a morir.
A los gritos del señor de Tréville todo el mundo se precipitó en su gabinete sin que él pensara
en cerrar la puerta a nadie, afanándose todos en torno del herido. Pero todo aquel afán hubiera
sido inútil si el doctor exigido no hubiera sido hallado en el palacio mismo; atravesó la multitud,
se acercó a Athos, que continuaba desvanecido y como todo aquel ruido y todo aquel
movimiento le molestaba mucho, pidio como primera medida y como la más urgente que el
mosquetero fuera llevado a una habitación vecina. Por eso el señor de Tréville abrió una puerta y
mostró el camino a Porthos y a Aramis, que llevaron a su compañero en brazos. Detrás de este
grupo iba el cirujano, y detrás del cirujano la puerta se cerró.
Entonces el gabinete del señor de Tréville, aquel lugar ordinariamente tan respetado, se
convirtió por un momento en una sucursal de la antecámara. Todos disertaban, peroraban,
hablaban en voz alta, jurando, blasfemando, enviando al cardenal y a sus guardias a todos los
diablos.


 

 
 

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