Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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por un hombre o por un pueblo. Son faros sucesivos en la evolución
mental de los individuos y de las razas. La imaginación los enciende
sobrepasando continuamente a la experiencia, anticipándose a sus
resultados. Ésa es la ley del devenir humano: los acontecimientos,
yermos de suyo para la mente humana, reciben vida y calor de los
ideales, sin cuya influencia yacerían inertes y los siglos serían mudos.
Los hechos son puntos de partida; los ideales son faros luminosos que
de trecho en trecho alumbran la ruta. La historia de la civilización
muestra una infinita inquietud de perfecciones, que grandes hombres
presienten, anuncian o simbolizan. Frente a esos heraldos, en cada
momento de la peregrinación humana se advierte una fuerza que obs-
truye todos los senderos: la mediocridad, que es una incapacidad de
ideales. Así concebido, conviene reintegrar el idealismo en toda futura
filosofía científica. Acaso parezca extraño a los que usan palabras sin
definir su sentido y a los que temen complicarse en las logomaquias de
los verbalistas.
Definido con claridad, separado de sus malezas seculares, será
siempre el privilegio de cuantos hombres honran, por sus virtudes, a la
especie humana. Como doctrina de la perfectibilidad, superior a toda
afirmación dogmática, el idealismo ganará, ciertamente. Tergiversado
por los miopes y los fanáticos, se rebaja. Yerran los que miran al pasa-
do, poniendo el rumbo hacia prejuicios muertos y vistiendo al idealis-
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mo con andrajos que son su mortaja; los ideales viven de la Verdad,
que se va haciendo; ni puede ser vital ninguno que lo contradiga en su
punto del tiempo. Es ceguera oponer la imaginación de lo futuro a la
experiencia de lo presente, el Ideal a la Verdad, como si conviniera
apagar las luces del camino para no desviarse de la meta. Es falso; la
imaginación y la experiencia van de la mano. Solas, no andan.
Al idealismo dogmático que los antiguos metafísicos pusieron en
las "ideas" absolutas y apriorísticas, oponemos un idealismo experi-
mental que se refiere a los "ideales" de perfección, incesantemente
renovados, plásticos, evolutivos como la vida misma.
III LOS TEMPERAMENTOS IDEALISTAS Ningún Dante podría elevar a Gil Bles. Sancho y Tartufo hasta el
rincón de su paraíso donde moran Cyrano, Quijote y Stockmann. Son
dos mundos morales, dos razas, dos temperamentos: Sombras y Hom-
bres. Seres desiguales no pueden pensar de igual manera. Siempre
habrá evidente contraste entre el servilismo y la dignidad, la torpeza y
el genio, la hipocresía y la virtud. La imaginación dará a unos el impul-
so original hacia lo perfecto; la imitación organizará en otros los hábi-
tos colectivos. Siempre habrá, por fuerza, idealistas y mediocres.
El perfeccionamiento humano se efectúa con ritmo diverso en las
sociedades y en los individuos. Los más poseen una experiencia sumisa
al pasado: rutinas, prejuicios, domesticidades. Pocos elegidos varían,
avanzando sobre el porvenir; al revés de Anteo, que tocando el suelo
cobraba alientos nuevos, los toman clavando sus pupilas en las cons-
telaciones lejanas y de apariencia inaccesible. Esos hombres, predis-
puestos a emanciparse de su rebaño, buscando alguna perfección más
allá de lo actual, son los "idealistas". La unidad del género no depende
del contenido intrínseco de sus ideales sino de su temperamento: se es
idealista persiguiendo las quimeras más contradictorias, siempre que
ellas impliquen un sincero afán de enaltecimiento. Cualquiera. Los
espíritus afiebrados por algún ideal son adversarios de la mediocridad:
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soñadores contra los utilitarios, entusiastas contra los apáticos, genero-
sos contra los calculistas, indisciplinados contra los dogmáticos. Son
alguien o algo contra los que no son nadie ni nada. Todo idealista es un
hombre cualitativo: posee un sentido de las diferencias que le permite
distinguir entre lo malo que observa, y lo mejor que imagina. Los
hombres sin ideales son cuantitativos; pueden apreciar el más y el
menos, pero nunca distinguen lo mejor de lo peor. Sin ideales sería inconcebible el progreso. El culto del "hombre
práctico", limitado a las contingencias del presente, importa un renun-
ciamiento. a toda imperfección. El hábito organiza la rutina y nada crea
hacia el porvenir; sólo de los imaginativos espera la ciencia sus hipóte-
sis, el arte su vuelo, la moral sus ejemplos, la historia sus páginas lu-
minosas. Son la parte viva y dinámica de la humanidad; los prácticos
no han hecho más que aprovecharse de su esfuerzo, vegetando en la
sombra. Todo porvenir ha sido una creación de los hombres capaces de
presentirlo, concretándolo en infinita sucesión de ideales. Más ha he-
cho la imaginación construyendo sin tregua, que el cálculo destruyendo
sin descanso. La excesiva prudencia de los mediocres ha paralizado
siempre las iniciativas más fecundas. Y no quiere esto decir que la
imaginación excluya la experiencia: ésta es útil, pero sin aquélla es
estéril. Los idealistas aspiran a conjugar en su mente la inspiración y la
sabiduría; por eso, con frecuencia, viven trabados por su espíritu crítico


 

 
 

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