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Teatro y cine - El Romanticismo
VOLTAIRE Y EL ROMANTICISMO ABREN NUEVOS RUMBOS
Tenían que pasar algunos años hasta dar con un autor de capacidad excepcional que
imprimiera nuevas directivas: éste fue Voltaire (1694-1778), quien pretendió, por primera vez,
deducir por la unidad de acción, la de tiempo y de lugar, con lo cual no hizo otra cosa que dar
pie a que continuara el principio, prestándole un nuevo apoyo. Pero el aviso estaba dado. Con
referencia a Voltaire y a la práctica de las tres unidades, no hay nada más elocuente que el
paralelo felicísimo que presenta un poeta italiano, Alejandro Manzoni, al referirse a Zaira de
Voltaire y al Otelo de Shakespeare. Hay que dejar aclarado que Shakespeare representa la
antítesis de toda regla, y que su teatro constituye uno de los fundamentos que toma el
romanticismo para renunciar a aquellas imposiciones que atentaban contra la libertad del
creador.
En los dramas citados se trata el mismo asunto: un marido que mata a su mujer porque la cree
infiel. En Otelo Shakespeare se toma todo el tiempo necesario para que la celosa sospecha
vaya tomando cuerpo hasta llegar a convertirse por grados tan lógicos como trágicos. La
empresa de Voltaire en Zaira era mucho más difícil. Es preciso que Orosmán, el celoso lleno
de amor y confianza por la mañana, mate a Zaira en la noche del mismo día. El poeta, no
pudiendo llevar gradualmente el ánimo del personaje al extremo pasional, recurre a una carta
que recibe Zaira, y hace que Orosmán la tome en sentido equívoco y se llene de valor su
ánimo y se temple para llegar a la resolución dramática.
Aunque Manzoni saca consecuencias de orden estético contrarias a Voltaire, que no interesan
en esta exposición, el caso por sí sólo es ilustrativo en la evolución del drama. En realidad, lo
que buscaba el teatro era deshacerse de obstáculos que lo iban encerrando en un círculo
vicioso.
El intento de Voltaire debía ser el último. Francia, con sus siglos despóticos, había dado la
revolución (1789). Víctor Hugo tenía que dar la batalla en el absolutismo de una preceptiva
imperativa. Llegó el romanticismo, no para que sus poetas fueran mejores que los neoclásicos,
sino para salir del círculo cerrado en el que todas las posibilidades de su estética estaban
agotadas. El prefacio de Cromwell (1824) sería el manifiesto que había de poner fin a los
preceptos de Boileau. Desde entonces, las veinticuatro horas del día fueron desterradas del
tiempo escénico, la acción tuvo su duración propia y el espacio dio al "lugar" su libertad
particular. Víctor Hugo, con una ironía digna de su genio, al "no aceptar la misma dosis de
tiempo para todos los acontecimientos", decía: "Nos burlaríamos del zapatero que quisiera
meter los mismos zapatos en todos los pies". La claridad del concepto era la lápida que
enterraba a dos siglos.