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LITERATURA ESPAÑOLA - Francisco de Quevedo
Francisco de Quevedo y Villegas, hombre y escritor de extremos, desmesurado en todo, es
una de las figuras más complejas en la historia de la literatura castellana. Nadie tan
representativo como él, de los tiempos revueltos en que vivió. En obra y vida personifica con
mayor intensidad que ninguno de sus contemporáneos la antítesis barroca.
En la España del siglo XVII, Quevedo fue todas estas cosas, pero sin equilibrio,
desorbitadamente. Por eso puede decirse de él que simboliza la grandeza de España en la
decadencia. Vivió aún los ideales del Siglo de Oro -nobleza, catolicismo, gloria- pero sin
ilusión, dándose cuenta del fracaso de su patria. En un soneto altamente significativo,
describe su desaliento:
Miré los muros de la patria mía 
si un tiempo fuertes, ya desmoronados 
de la carrera de la edad cansados, 
por quien caduca ya su valentía
y concluye:
Vencida de la edad sentí mi espada, 
y no hallé cosa en qué poner los ojos 
que no fuese recuerdo de la muerte.
En una carta a su amigo el humanista holandés Justo Lipsio, expresa su desesperación de
patriota: "En cuanto a mi España, no puedo hablar sin dolor". Y en su tratado ascético La
cuna y la sepultura resume toda su filosofía estoica en esta sentencia: "Preguntarásme que
cuál es la cosa que un hombre ha de procurar aprender: procura a persuadirte a amar la
muerte; a despreciar la vida".
Mas éste es sólo un lado de la personalidad de Quevedo, hecha de contrastes. Por el otro, la
serenidad se vuelve angustia y la tensión se traduce en burla despiadada de todo. El severo
filósofo moral se complace en escribir procacidades con un humor que sería casi satánico si
no percibiéramos por debajo el generoso propósito ideal que le inspira.
Su vida, como la de otros grandes contemporáneos, Cervantes o Lope, es ejemplo de
activismo. Pero en Quevedo la dualidad entre acción y desengaño es todavía más marcada.
Nació en Madrid en 1580. A diferencia de otros escritores, gentes de origen modesto o de
clase media, que viven al margen de la política, Quevedo pertenece a la aristocracia
cortesana e intervino personalmente en muchos de los acontecimientos históricos de la época.
Fue
discípulo de los jesuitas y luego estudiante en la Universidad de Alcalá, donde se
graduó en Humanidades y Teología.
En 1611 sale a la defensa de una mujer a quien un hombre abofetea a las puertas de la iglesia
de San Martín, en Madrid, y mata en desafío al agresor. Huyó a Italia para empezar allí una
de las etapas más azarosas de su vida. Primero en Sicilia y luego en Nápoles como secretario
y consejero del virrey duque de Osuna, toma parte activísima en toda la política italiana,
centro entonces igual que en los siglos siguientes de las intrigas que en torno al dominio del
Mediterráneo tejen las potencias europeas.
Desde el advenimiento de Felipe IV se ve envuelto en los enredos de la corte. Apoya y
combate alternativamente al privado conde-duque de Olivares. Goza del favor del rey y del
ministro, o sufre varios destierros, que pasa casi siempre en su Torre de Juan Abad. Al fin
rompe definitivamente con Olivares en 1639, cuando el monarca encuentra bajo una
servilleta un memorial en verso denunciando la corrupción económica, que termina así:
Ya el pueblo doliente llega a recelar 
No le echen gabela sobre el respirar. 
Los ricos repiten por mayores modos: 
"Ya todo se acaba, pues hurtemos todos".
Es encarcelado en el convento de San Marcos, en León, donde sale en 1643, al caer Olivares
del gobierno. Se retiró a la Torre de Juan Abad y murió en Villanueva de los Infantes, el 8 de
setiembre de 1645. Sus últimos años son de meditación y desesperanza. Escribe entonces
principalmente obras ascéticas. Pero conserva hasta la hora final su sarcasmo. Al consultarle
sobre la música del entierro en sus disposiciones testamentarias, se dice que contestó: "La
música páguela quien la oyere".