Textos    |    Libros Gratis    |    Recetas

 

.
PREHISTORIA - El Período Neolítico
MATERIAL Y TECNICA DEL NEOLITICO
Así como en muchos casos se nota una continuidad de las formas y de las técnicas del
Paleolítico en yacimientos del Neolítico —supervivencia de viejas costumbres que cuesta
abandonar y que perduran, más o menos larvadamente, al lado de los mismos adelantos—, de
la misma manera hay manifestaciones del Neolítico que perviven y se mantienen hasta después
de aparecida la Edad de Hierro. Tal ocurre, por ejemplo, con las hachas pulidas, de las que hace
un momento nos ocupábamos. Más aun, los primeros instrumentos de bronce no son sino
copias. El metal es inicialmente muy raro y los primeros objetos no son más que meros
sustitutivos de lujo de las viejas formas de piedra pulida. Sólo más tarde el hombre aprenderá
que el nuevo material requiere nuevas formas de expresión.
Entre tanto, y durante todo el período Neolítico, el hombre se preocupa por la adquisición o la
conservación de los yacimientos naturales de las piedras mejores para la realización de su
instrumental. Esos yacimientos poseen un alto valor comercial, según antes se ha visto. El sílex
es, entre todos, el más solicitado. Pero este tipo de piedra no se forma en todas partes. Necesita
la presencia de la creta, en la que se forma al tiempo que ella se deposita. El sílex se concentra
por obra de la acción de diminutos espongiarios, agrupándose en los espacios vacíos dejados
por la desaparición de la materia orgánica. Los grandes bancos de creta blanca, que se hallan en
el norte de Francia, el sur de Inglaterra, Bélgica, Dinamarca y el norte de Alemania producen,
por esta razón, los mejores sílex. Pero es curioso señalar que estos puntos de agrupación natural
de la materia prima no corresponden con los centros artificiales de producción del instrumental
lítico. Los grandes talleres neolíticos (que hoy llamaríamos, casi, de "producción en serie") se
establecieron en Bélgica y en el valle del Loire, en Grand Pressigny. De ambos centros de
producción, el segundo parece haber alcanzado la mayor perfección. De allí salieron las
soberbias láminas que, por trueques, cubrieron todo el occidente europeo.
Este maravilloso perfeccionamiento fue logrado a expensas del sacrificio de la diversidad. En
efecto, se logró allí una verdadera especialización. Grand Pressigny no produjo otra cosa que
esas grandes láminas, como lo demuestran los millares de núcleos abandonados en el terreno,
restos de la producción y demostrativos de la especialización antes dicha. Algunos de ellos
miden hasta 0,50 mts. Las láminas obtenidas de un núcleo de ese tamaño revelan que han sido
arrancadas de él por un golpe único de percusión que sólo puede dar la mano hábil de un
artífice especializado. De esta suerte se lograba una lámina, larga y delgada, con una hoja
aguzada como la de un puñal moderno. El retoque final acentuaba la magnífica eficacia de la
pieza.
Otros talleres situados en las regiones del este del Mediterráneo intentaban vanamente competir
con tan soberbias muestras de capacidad técnica, pero sus láminas no sobrepasaban nunca la
mitad del tamaño de aquellas piezas excepcionales recién descritas. También los retoques
finales de pulido constituían una nueva demostración de excelencia. Primero, por medio de
pequeños retoques de percusión eran alisadas las superficies líticas, haciendo desaparecer todas
las aristas salientes que el sílex pudiese conservar; en rocas de otro tipo se empleaban para el
mismo fin percutores puntiagudos con los cuales se iba picando, minuciosamente, la superficie.
La última etapa se practicaba frotando las láminas con un pulidor de piedra, hecho de granito,
cuarcita u otra roca dura, ayudándose, en el logro de ese fino raspado, con arena húmeda. Los
había fijos, sobre los cuales se frotaba el instrumento que se quería pulir, o móviles.
En los primeros tiempos no todos los instrumentos de piedra son pulidos. Sólo las hachas, las
gubias, los cinceles, los rompecabezas y algunos otros pocos son pulidos. En Egipto sólo lo son
los cuchillos y los brazaletes, aunque debemos reconocer que, especialmente estos últimos,
alcanzan allí una gran perfección. Es curioso señalar, además, que ninguna de las tres
penínsulas europeas —España, Italia y Grecia— poseen hachas pulidas de sílex. Tampoco las
hay en
Africa del Norte, o son totalmente escasas. Además, cabe observar que en muchos
lugares de Europa los instrumentos pulidos no lo son en su totalidad. Sólo presentan pulimento
en la región correspondiente a su filo, tal como hemos visto al efectuar la revisión de los
distintos tipos de hachas neolíticas europeas.
EVOLUCION DEL NEOLITICO EN EL N. DE EUROPA. En el período inicial el hombre vive en
lo alto de las colinas de conchillas y valvas. (Kjoekkenmoeddings), que le sirven de alimentos;
en el siguiente debió levantar viviendas con materiales perecibles; entonces usa hachas
puntiagudas, 1 y 2. El 3 es el tiempo en que erige los dólmenes. En el 4 su instrumental se
diversifica, apareciendo las puntas de flecha y de lanza y el hacha de puntas curvas. Es el
tiempo de los sepulcros con corredor. El 5, donde hay también utensilios nuevos, es el de las
sepulturas en cistas. Las figuras provienen de Montelius.
NUEVOS YACIMIENTOS DE SILEX
También aparece, vinculado con la industria de la piedra, un hecho nuevo, demostrativo de
hasta dónde ha aumentado la inventiva y el espíritu de empresa del hombre, que consiste en la
ardorosa búsqueda, en el subsuelo, de los yacimientos de sílex, que ya comenzaban a agotarse
en la superficie. Además, como lo hace notar muy justamente de Morgan, es muy posible que
los artífices neolíticos hubiesen advertido ya que el sílex recién extraído de las capas de creta se
talla con más facilidad que el que ha estado largo tiempo en contacto con la intemperie. La
primera de esas "minas de sílex" fue hallada en Spiennes, cerca de la ciudad de Mons, por tres
arqueólogos belgas, Briart, Cornet y Houzeau de Lehaye. Veinte años se tardó en encontrar la
segunda, que fue señalada en Aveyron, por Boule y Cartailhac. Después aparecieron,
sucesivamente, en otros departamentos franceses y en las regiones de Norfolk y Sussex, en
Inglaterra.
No ha de creerse que estas excavaciones fuesen pequeñas. La osadía de los neolíticos los lleva,
en Spiennes, a perforar un pozo de 0,60 a 0,80 mts. hasta una profundidad de 12 metros. Y no
contentos con eso, a esa profundidad verificaron galerías irregulares de hasta 2 metros de altura
y 2,50 de extensión. En el interior de esas galerías se han encontrado instrumentos de piedra
enmangados, tales como picos, hachas y martillos, con los que se realizaron los trabajos de
extracción, así como restos de madera calcinada que sirvieron para iluminar y calentar. Los
materiales extraídos deben haber sido singularmente abundantes, como lo prueban los restos de
núcleos y de astillas (subproductos de retoque), de los que el suelo estaba sembrado en una
extensión de 25 hectáreas, alrededor de pozos.
Podrá preguntarse por qué estos hallazgos de minas neolíticas no son más abundantes. La
respuesta es obvia. El hombre moderno ha trabajado intensamente la superficie del suelo en
todas partes de Europa, de tal suerte que estas obras neolíticas han desaparecido, en su casi
totalidad, desde lejanos tiempos. En cambio, en Egipto, donde se han descubierto sobre terrenos
desérticos que el hombre histórico no había tocado, minas de sílex idénticas a las de Francia e
Inglaterra, esas obras neolíticas se muestran con la claridad de las cosas no
alteradas por la
inconsciente acción destructora del hombre moderno.
Aunque lo deleznable del material empleado no haya permitido el mantenimiento de muy
fuertes y frecuentes huellas, no hay duda de que los neolíticos trabajaron abundantemente la
madera. Las habitaciones sobre pilotes, de que en seguida hablaremos, y las grandes canoas
monoxilas de los últimos períodos, en la vecindad de la Edad de Hierro, muestran hasta qué
punto este material ocupó un lugar preferente entre sus materias primas. Con él, además,
enmangaron buena parte de sus armas y utensilios, adelanto éste de cuya importancia ya nos
hemos ocupado.
VIVIENDAS NEOLITICAS
El mismo enorme salto en otros aspectos de la vida, se opera en lo referente a la vivienda. El
hombre paleolítico sólo había conocido el acurrucamiento al amparo del abrigo bajo roca o la
instalación, algo menos precaria, de la vida en las cavernas. A estas dos maneras puede
agregarse, todavía, la permanencia en lo alto de los montículos de conchillas de moluscos, en las
regiones costeras. Esos "kjoekkenmoeddings" —para darles el nombre clásico con que se les
conoce en Dinamarca— aparecen, con evidente signo de instalación humana, no sólo en los
mares Báltico y del Norte, sino también en numerosos puntos de las costas europeas y africanas
del Mediterráneo (sin contar, naturalmente, los casos en que el hecho se repite en Africa o en
América). Sobre esos montículos, así como en algunas estaciones del interior de Europa, el
hombre montaba sus abrigos vegetales que, en las épocas mesolíticas, alcanzaban a constituir,
posiblemente, pequeñas agrupaciones de cabañas muy primitivas, a veces protegidas por una
especie de empalizadas.
La ubicación natural de las corrientes de agua marcaba, por lo común, el emplazamiento de
estos núcleos iniciales de vida en común. Pero sólo con el alborear de los tiempos neolíticos
estas instalaciones se acentúan y se precisan con sus características. Es así como aparece un
pequeño tipo de habitación, baja, de madera, con un diámetro que no excede de los 2,50 mts.
Cerca de estos grupos de chozas se instalaban los campos para el cultivo de los cereales y de
otros productos necesarios para la alimentación vegetariana; a su vera, otros destinados a la
crianza de los animales domésticos. Desde luego, pese a estas medidas, los neolíticos hacían
gran consumo de caza y pesca, de suerte que los ríos y arroyos siguieron marcando el lugar de
instalación de las poblaciones neolíticas, como lo habían hecho, por idénticas razones, en los
periodos precedentes.
Algunas variantes locales se producen, sin embargo, en la forma y detalles constructivos de
aquellas viviendas. En Francia eran circulares, pero en Alemania tenían forma rectangular.
Schliz ha demostrado la existencia de habitaciones decoradas con pinturas geometrizantes, en la
región de Wurtemberg. Dichas pinturas eran de diversos colores. Europa central (especialmente
Hungría y Bohemia) y los Balcanes (en especial Rumania), han revelado la existencia de
pueblecillos neolíticos, en los que se advierten interesantes variantes locales.
Las empalizadas mesolíticas, de protección contra los enemigos, aumentan, se perfeccionan y
propagan por toda Europa. Esto muestra el mantenimiento de luchas incesantes, de poblado
contra poblado, que mantienen a todo el Continente en un estado muy alto de excitación
guerrera, a pesar del avance y significado de las artes de la paz. Es muy posible que estas luchas
entre grupos vecinos hayan provocado, a la larga, el desplazamiento de los menos fuertes hacia
las regiones donde la naturaleza les ofrecía barreras naturales de protección. Así, algunos se
habrán acantonado en las regiones montañosas; otros habrán buscado protección en la espesura
de las selvas; algunos, por fin, la habrán encontrado en la región insalubre de los pantanos, al
borde de los lagos o del mar. Apremiados, estos últimos, por sus enemigos, y no pudiendo
traspasar la barrera humana que aquéllos les ofrecían, no les ha quedado otro recurso que
formar poblaciones lacustres, internándose en la superficie semisólida del terreno todo lo que
éste lo consintiera, para fijar allí sus viviendas precarias. Para lograr mantenerlas, han
necesitado cortar con sus hachas de piedra los gruesos troncos de los árboles de las selvas
vecinas, despojarlos de sus ramajes, alisarlos en cuanto fuera posible y transportarlos hasta la
ribera pantanosa de los lagos, para convertirlos, finalmente, en pilotes de sustentación de sus
moradas.
De esta manera han ido penetrando, cada vez más, en la zona pantanosa, estableciendo allí una
red de pequeños caminitos vegetales, que unían unas casas con otras y permitían seguir
ganando terreno sobre las superficies pantanosas, hasta llegar a poder pescar desde el borde de
sus casas. Todo esto ha implicado un esfuerzo enorme, primero de concepción y luego de
realización, que los neolíticos han logrado y cuyo testimonio es suficiente para mostrarnos que
esos hombres estaban ya, potencialmente, dotados de todas las condiciones de inteligencia y de
voluntad que han llevado luego a sus descendientes, durante los siglos de la Historia, hasta el
dominio del Universo.
Sólo en Suiza, Heierli señala la presencia de más de doscientos centros de población construidos
sobre palafitos. Otro gran núcleo lo constituyen los que estuvieron situados en las orillas de los
lagos de los Alpes y del Jura. Pigorin muestra la importancia de los terramare de Italia del Norte.
Un núcleo importante lo constituyen los que se instalaron en los lagos de Escocia y otro, acaso
no menor, los que lo hicieron en los de Rusia. Conviene señalar, finalmente, que grandes
poblaciones asiáticas, de una densidad extraordinaria, se concentran todavía en nuestros días en
poblados de tipo palafítico: los pescadores chinos de la bahía de Singapur y sus colegas los de la
Malasia, por ejemplo, no hacen hoy, en realidad, más que mantener la concepción neolítica de
los palafitos. Naturalmente, la enorme población asiática actual, que obliga en muchos sitios a
una elevación enorme de las cifras de la densidad, nos presenta, como con un vidrio de
aumento, lo que eran las reducidas instalaciones neolíticas. Sin embargo, algunas veces éstas
lograban cierta importancia y extensión. Si tomamos la instalación de los palafitos de
Robenhausen, en el lago suizo de Pfaefikon, veremos que las casas se alzaban a casi dos
kilómetros de la orilla, a la que se unían por medio de un larguísimo puente, y ocupaban una
extensión de casi dos hectáreas.
Tenemos, además, una inesperada nueva manera de conocer como eran las casas neolíticas. Es
su reproducción pequeña, realizada en cuidadas urnas funerarias de cerámica, que las imitan
prolijamente hasta en sus detalles. La dúctil materia plástica empleada ha permitido mantener,
hasta nuestros días, estas especies de involuntarias "maquettes". Tal ocurre, por ejemplo, con las
urnas funerarias de Etruria y del Lacio. Al intentar construir esas pequeñas casitas de arcilla
para sus muertos, aquellos neolíticos nos han legado documentos invalorables acerca de su arte
de construir.
CERAMICA NEOLITICA
No debe creerse que la cerámica de la Europa occidental y central haya logrado, en seguida la
perfección en las proporciones y en el detalle figurativo que caracteriza a las ya recordadas
urnas funerarias. Como todas las industrias —y particularmente aquellas que, cual la presente,
carecían de antecedentes en el Paleolítico—, la cerámica ha atravesado por oscuros períodos
iniciales.
Como en muchas otras industrias, no puede hablarse, con propiedad estricta, de una cerámica
neolítica, sino de las muchas cerámicas neolíticas que nacen en focos culturales aislados
(recuérdese la fragmentación político-cultural característica del Neolítico). En todas partes, en
efecto, sus comienzos nos muestran piezas irregulares, inarmónicas, del tipo de los platos
playos, hechos de una pasta grosera, de grano grueso, y de cocción imperfecta que revela el uso
de hornos de cocción muy primitivos, instalados al aire libre. La elección de la arcilla se verifica
sin la requerida discriminación. La mayor parte de la usada está mezclada con areniscas y
tierras ordinarias, que le restan plasticidad y cohesión. No es que la arena o los otros elementos
incorporados a la arcilla se empleen como antiplásticos, tal como lo hacen los alfareros
indígenas modernos. La mezcla se verifica en forma totalmente irregular, fuera de las debidas
proporciones, lo que tiende a dar la impresión clara de una utilización no intencional.
Otro motivo hay para que los vasos resulten mal hechos: la pasta está apenas amasada, lo que
también contribuye, en fuerte grado, a que carezca de plasticidad. La cocción resulta, asimismo,
defectuosa, como lo revela el examen en el interior de cualquier fragmento. El color marrón de
las capas interior y exterior de la pared del vaso no se mantiene en la zona media. Esta se revela
con una coloración grisácea, denunciadora de que la cocción no se ha completado. El calor, mal
dirigido o administrado, no ha llegado a penetrar en forma homogénea todo el espesor de la
pasta. De ahí que sólo haya cocido realmente las partes superficiales, sin ejercer sus efectos
sobre el interior. El vaso presenta, pues, una cocción sólo aparente, que conspira contra su
solidez y durabilidad.
Dos son los elementos principales para juzgar de la perfección alcanzada por un arte cerámico
determinado: la variabilidad y riqueza de las formas y la del decorado. Ambas manifestaciones
corren una evolución habitualmente sincrónica, en la mayoría de los focos culturales neolíticos,
aunque —en algunos casos— una de estas manifestaciones pueda estancarse por algún tiempo
mientras la otra continúa enriqueciéndose y diversificándose. Con respecto a la primera puede
notarse, con el andar del tiempo, una creciente complicación, así como una tendencia general a
un mayor equilibrio y elegancia.
De las manifestaciones fundamentales antes citadas —la forma y la decoración—, la primera es
la que primero aparece. Es lógico que así sea. El continente debe preceder siempre al contenido.
Toda una serie de vasos groseros, cuya calidad de meros recipientes es notoria, aparecen antes
de que las más simples decoraciones sean agregadas. Estas llegan durante el Campigniano. Son
meras incisiones o entalladuras, irregulares, hechas sobre arcilla fresca, antes de la cocción.
Luego aparecen decoraciones constituidas por una o varias series de puntos, sobresalientes en la
superficie exterior del vaso, y, preferentemente, en la región inmediata a su borde. Estos
punteados se obtienen con bolitas de arcilla fresca, que se adhieren por presión antes de someter
la pieza a la acción del fuego. Gradualmente, este tipo de decoración va invadiendo casi todo el
cuerpo del vaso.
Otra etapa decorativa está constituida por la que se obtiene con la huella dejada sobre la arcilla
fresca por una cuerda enrollada alrededor del cuerpo de la pieza. Y otra, por las huellas,
igualmente logradas con una cinta. Ya desde el año 1900, Gotze y Reinecke, casi al mismo
tiempo, intentaron la presentación de una sistemática de la cerámica neolítica de la Europa
central, buscando el señalamiento de los tipos principales y su cronología. Como consecuencia
de estos estudios, los especialistas alemanes se dividieron en dos grandes grupos: los que,
encabezados por Gotze, Schliz y Hoernes, afirmaban la mayor antigüedad de la cerámica
encordada (schnurkeramik, o céramique cordée), y los que, dirigidos por Schumacher, Konen y
Kohl, en Alemania, Heierli en Suiza, y Butchela en Bohemia, proclamaban como más antigua a
la cerámica encintada (bandkeramik, o céramique rubanée). Estas disputas cronológicas
ocurrieron, aunque sin el rigor metodológico alemán, en otros países. Finalmente, los dibujos de
tipo geométrico —triángulos unidos
por su base, formando guardas; rombos, ajedrezados,
mallas, volutas, grecas— son igualmente producidos sobre la superficie externa de los vasos,
por medio del ya conocido sistema de las bolitas de arcilla aplastadas.
No ha de creerse, sin embargo, que las discusiones respecto de la antigüedad relativa de cada
uno de estos tipos decorativos hayan cesado completamente. Por el contrario, de tanto en tanto,
otro clasificador plantea un nuevo problema y provoca la reapertura de la cuestión. Pero,
todavía son de estricta aplicación las palabras de Reinecke, de fines del siglo pasado: "Para decir
verdad, la cronología del Neolítico no puede establecerse a la ligera, y según una sola fouille, en
que los tipos pueden estar mezclados y en que no es fácil determinar la sucesión cronológica de
los diversos depósitos. La tipología, por otra parte, es impotente para suplir estas indicaciones
precisas. Es necesario, pues, estudiar en su conjunto el material neolítico. Los tipos de sepultura
son un elemento de cronología completamente insuficiente". Todavía hoy pueden repetirse con
provecho esas palabras sabias. Y la multiplicidad de las manifestaciones culturales del neolítico
europeo no ha hecho, en este casi medio siglo de investigaciones arqueológicas, más que
ratificar la extrema variabilidad de la presentación local de todos sus diversos problemas.
Agreguemos, finalmente, que el proceso de incisiones, como técnica decorativa, es, sin embargo,
en toda Europa, más antiguo que cualesquiera de las otras maneras conocidas. Este hecho
permite apreciar, también, uno de los motivos que asegura su dominación, en muchas regiones,
sobre todas las otras técnicas que hemos reseñado. Más aun, en algunos países, como los
escandinavos, alcanza un relieve artístico realmente extraordinario. Sin embargo, frente a las
artes manuales, finas y elaboradas, de Egipto, el Asia Menor y algunas de las grandes islas del
Mediterráneo oriental, que ya comienzan a mostrarse como grandes centros culturales del
futuro, las artes europeas causan la impresión de algo rudimentario y naciente. Será necesario
esperar el advenimiento de la Edad de Bronce con los contactos orientales-europeos que ella
crea, para que esas industrias nacientes, al contacto de las más desenvueltas, adquieran un
nuevo impulso de renovación y de progreso.
CULTO A LOS MUERTOS
Hemos visto precedentemente, y lo ampliamos en el Curso de Arqueología, cómo el hombre del
Paleolítico —aunque de Mortillet lo niega tercamente— enterraba a sus muertos, dotándolos de
verdaderas sepulturas, acompañados de ajuar funerario primitivo y tiñendo, a veces, sus huesos
de rojo. El hombre del Neolítico retoma este culto a los muertos, creando muy diversos tipos de
sepulturas. En ello, como en todo lo demás, confirma el carácter local de su cultura. Por lo
pronto, emplea el simple hoyo de tierra. Esta simplicidad extrema parece no estar de acuerdo
con su adelanto en otras manifestaciones culturales. Quizá por ello, esta tumba tan fácil de
realizar es relativamente poco empleada en la Europa occidental, siendo en Alemania más
frecuente que en Francia. Sin embargo, en este último país, en el departamento del Marne se
han hallado sepulturas de este tipo en las cuales los cuerpos eran enterrados replegando las
extremidades sobre el tronco, un poco a la manera paleolítica, pero orientando de Norte a Sur
los pequeños hoyos verificados en la tierra.
SEPULTURA NEOLITICA EGIPCIA. La ilustración nos presenta el tipo de tumba en la cual el
extinto era depositado en posición encogida con brazos y piernas replegados, y rodeado de sus
pertenencias, entre las que se destacan cántaros y ánforas para las provisiones. Esta tumba fue
hallada en la Necrópolis de El Amrah, cerca de Abydos (Egipto).
Tumbas similares han sido señaladas en el valle del Nilo por Joly, desde 1888.
También continuaron manteniéndose las sepulturas en grutas. Y donde no las había, se
construyeron abrigos artificiales. El barón de Baye los ha estudiado en el departamento francés
que acabamos de citar. En algunos casos el hombre neolítico ha llegado a construir verdaderos
hipogeos, abiertos en los yacimientos de tiza —que no deben ser confundidos con las "minas de
sílex", de que antes se habló.
Estas construcciones comprendían una o dos cámaras, en las que se depositaban los cadáveres y
su ajuar funerario. Tanto las grutas naturales como estas intencionalmente practicadas por el
hombre eran luego cerradas con lajas de piedra o gruesos maderos. A veces los enterramientos
eran numerosos, agrupados regularmente por camadas, unos encima de otros, en dos hileras,
dejando entre ellos una especie de pasadizo practicable. Ciertas características de algunas de
estas grutas artificiales han permitido a Cartailhac suponer que fueron también utilizadas como
capillas funerarias para ciertos cultos mágico-religiosos. Otras, en su opinión, debieron servir
como lugar de sepultura para jefes o personajes de categoría superior.
Algunos autores, como de Mortillet, han supuesto que los dólmenes —cuya área de extensión
cubre Escandinavia, Inglaterra, Bélgica, Francia, Portugal, España, Suiza, Italia, Hungría y los
Balcanes, en Europa; toda la costa norte lindando con el Mediterráneo, en el Africa; la Siria y el
Asia Menor, el Afganistán, el Beluquistán, la India, Corea y el Japón, en Asia— pertenecían al
período Neolítico. Pero estudios más modernos han demostrado por el reiterado hallazgo de
rastros metálicos, que pertenecen a épocas posteriores. Dejemos, pues, este problema para la
oportunidad que realmente le cuadre.
En cambio, debemos señalar, como nuevo ejemplo de la diversidad de las maneras culturales
del Neolítico, que si bien en algunas regiones europeas todas las tumbas neolíticas demuestran
la costumbre de la inhumación, como por ejemplo en Suecia, Noruega y Dinamarca, otros
lugares de Europa nos advierten del uso de la incineración: por ejemplo, Francia, Turingia y
Prusia occidental. Sin duda los procedimientos de destrucción o preservación del cuerpo
humano después de la muerte estaban en estrecha relación con ideas acerca de un más allá;
nada conocemos de éstas en forma tal que nos sirva para hacer una interpretación adecuada.
Señalemos, de paso, que ni en Inglaterra, ni en Italia, ni en Suiza, se han encontrado huellas de
incineración. Las sepulturas en dos tiempos (es decir, con descarnamiento previo de los huesos
y entierro final de éstos) se han practicado desde el Paleolítico. En el Neolítico parecen haber
continuado en uso en distintas regiones de Europa, con un área de distribución muy amplia,
que comprende desde Inglaterra a Rusia.
En cambio, es propio del período Neolítico el practicar la trepanación de los cráneos. Esta
operación —que ignoramos si se verificaba in vivo o post mortem—, se nos revela por los
hallazgos de los cráneos de los sujetos que la han sufrido, hallados en tumbas correspondientes
a este período. Algunos autores han interpretado esta costumbre como destinada no a intentar
la curación de enfermedades sino a procurar los pequeños trozos circulares del casquete
craneano —llamado comúnmente "calota", en Antropología— para emplearlos como fetiches o
amuletos. Algunos de estos pequeños fragmentos han sido encontrados. Se los había provisto
de agujeros de suspensión, para unirlos a collares. Más aun, en el yacimiento de Stradonitz, en
Bohemia, se ha encontrado un fragmento de calota decorado con dibujos geométricos incisos,
semejantes a los trabajos que realizan aún los habitantes de algunas islas de la Oceanía.
Desgraciadamente, sólo los ritos funerarios nos aportan débiles atisbos de lo que debieron ser
las religiones y las preocupaciones ultraterrenas de los hombres del Neolítico. Todo cuanto se
ha escrito sobre el particular, que no es poco, es el resultado de inferencias, más o menos lógicas
o más o menos ingeniosas, deducidas de los restos materiales que aquellos lejanos hombres nos
han dejado.
Estas dificultades se han hecho aun más intensas por el fracaso a que han conducido todos los
intentos de reconocer la existencia de un valor alfabético a las inscripciones figurativas
neolíticas, que no son, posiblemente, sino expresiones puramente artísticas o, a lo más,
mnemónicas. El último y más rotundo de esos fracasos es el producido a raíz del hallazgo del
supuesto "alfabeto neolítico" de Glozel. Este hallazgo espectacular fue logrado en Francia por
Morlet y Fradin, quienes lo comunicaron a la Academia de Inscripciones, de París, a la Sociedad
de Antropología y a otros centros de cultura, sin merecer más que una desdeñosa o irritada
atención. La cosa no hubiera pasado, quizás, a mayores, si Salomón Reinach y el Mercure de
France no hubiesen apoyado a los autores nombrados, quienes eran, antes de este affaire, casi
totalmente desconocidos.
El ruido que las publicaciones del Mercure provocaron, así como la intensa agitación polémica
que Reinach desplegó, sirvieron para hacer popular este asunto, sacándolo del medio
estrictamente científico en que debió haberse desenvuelto. Pronto llegó hasta las revistas de
music-hall y los diarios vespertinos y populares del boulevard. Morlet y Fradin presentaban
guijarros con incisiones variadas, cuya disposición recordaba la de los signos de la escritura
cuneiforme, y que decían recogidos del subsuelo de Glozel. Llegaron a mostrar hasta noventa y
tres signos diferentes (lo que, ya de por sí, hubiese demostrado que no eran alfabetiformes)
afirmando que eran encontrados en terrenos netamente neolíticos. A pesar del apasionamiento
defensivo de Reinach y de la buena voluntad de otros autores que le seguían —en parte por su
prestigio y en parte por su posición oficial de director del Museo de Saint-Germain—,
investigaciones posteriores de laboratorio, basadas en observaciones microscópicas,
demostraron que los galets de Glozel no eran otra cosa que falsificaciones modernas en las que
el microscopio revelaba, implacablemente, las partículas de materia fresca invisibles al ojo
humano. Así fracasó la última y más espectacular tentativa de "inventarnos" un alfabeto
neolítico.
El descubrimiento de los metales
LA EDAD DEL BRONCE
La suma de datos que poseemos acerca de las épocas de los metales, nos permiten asegurar que
el hombre los fue conociendo paulatinamente, de una manera empírica, sin la idea previa de su
utilización industrial. Esta advino finalmente como consecuencia del conocimiento de las
virtudes propias del nuevo material —dureza, ductilidad, elasticidad, maleabilidad, color
brillante, etcétera—, en las que el hombre neolítico no había parado, inicialmente, su atención.
Como un "salvaje" actual, o como un niño, el hombre primitivo apreció en los metales primero
sus condiciones exteriores de brillo y belleza colorista, antes que las virtudes que el empleo
mismo le permitió, más tarde, descubrir. De esta suerte, es muy probable que el oro haya sido el
metal distinguido o apreciado inicialmente por el hombre.
Desde luego, este aprecio nada ha tenido que ver con la estimación crematística de los tiempos
modernos. El hombre primitivo ha empleado, en todas partes, el oro en función de su belleza,
para realzar su tocado personal, y de ninguna manera para asignarle una función económica de
común denominador de los otros valores. Así, por ejemplo, para no citar más que un caso que
nos es bien conocido, los indígenas americanos sólo vieron en él un material de ornato. Todos
los cronistas concuerdan en aseverar el asombro de los peruanos, contemporáneos de
Atahualpa, ante la codicia de los españoles por aquel metal. El caso podría repetirse, con iguales
testimonios fidedignos, para varias de las otras culturas andinas americanas que conocieron y
emplearon profusamente el oro fundándose en sus propiedades estéticas.
EL METAL Y SUS DIFICULTADES TECNICAS
Ese metal, tenía el grave inconveniente de no aparecer sino en escasa cantidad y en unidades
excesivamente pequeñas. Las pepitas, arrancadas del seno de la tierra, o las partículas auríferas
extraídas de las arenas de los ríos gracias al lavado, resultaban, habitualmente, de un tamaño
demasiado reducido para poder trabajar con ellas un instrumento determinado. Los objetos
resultantes debían de ser, forzosamente, muy pequeños en la época inicial de su empleo.
Además, esos fragmentos originales de oro nativo, por su misma pequeñez, y pese a las
condiciones de fácil trabajo en caliente, que luego el hombre primitivo descubriría, eran
excesivamente reducidos para ser empleados en la técnica de trabajo en frío, que fue, sin duda,
la etapa inicial del empleo de los metales.
Estas mismas consideraciones debieron haberse suscitado cuando el hombre comenzó a
interesarse por el cobre. En efecto, éste aparece, por lo general, en muy reducidas vetas, en
estado de pureza. Además, poseía una blandura excesiva. Por ello su empleo sin adiciones
extrañas es muy poco frecuente. Felizmente para él, el hombre primitivo aprendió desde
temprano que el cobre podía ganar grandemente para los fines de su empleo industrial con la
unión de otro metal que le aumentara su poca dureza originaria. Ese metal era el estaño. Las
primeras adiciones de estaño al cobre fueron verificadas, posiblemente, de una manera harto
casual.
ALBORES DE TECNICISMO
La comprobación del endurecimiento de los objetos trabajados con esa mezcla determinó su
utilización voluntaria. De allí nació la aleación habitual de ambos metales, realizada en casi
todas las culturas metalúrgicas con un criterio puramente empírico.
Ello se revela por el examen de series algo nutridas de objetos del mismo tipo. Ese examen
permite, por lo general, comprobar que la agregación del estaño al cobre se efectúa en
proporciones que oscilan grandemente. No hay un criterio fijo para cada tipo de objetos
realizados. Hasta en un mismo yacimiento suelen encontrarse objetos del mismo tipo en los
cuales el ensayo del metal revela muy diversas proporciones de estaño. Sin embargo, todas ellas
llegan hasta un cierto límite, generalmente no mayor de la cuarta parte. Hay una espléndida
razón para eso, que ha sido comprobada por nuestras modernas nociones acerca de la
composición y propiedades de los metales. Si a una porción dada de cobre se le agregan partes
de estaño, la mezcla aumentará su dureza hasta llegar a un límite extremo, dado por la unión de
dos partes de cobre con una de estaño. La combinación resultante adquiere una dureza tal, que
ya no puede ser trabajada por los métodos habituales. Requiere serlo por la lima metálica, con
una penosa y lenta acción de desgaste. Vale decir, que se torna muy dura; lo que permite
suponer que no pudo ser empleada en trabajos metalúrgicos primitivos, y que de haber llegado
a serlo, hubiera requerido una labor ardua y demasiado prolongada, sin ventajas apreciables. Y
si, por hipótesis, se siguiera aumentando la proporción de estaño, a expensas de la del cobre, la
dureza de la mezcla se resentiría en relación con aquel aumento. El metal fundido resultante se
romperla en pedazos fácilmente.
Estas reglas primarias han sido, sin duda, rápidamente conocidas por los confeccionadores de la
metalurgia de la Edad del Bronce. Ello les ha permitido ir evolucionando hasta graduar con
bastante exactitud, al menos en las mejores manifestaciones de esta industria, las cantidades de
cobre y estaño requeridas para conceder a cada objeto la dureza que mejor convenía para los
fines a que se le destinaba. De esta manera aparece, por unión de ambos metales, el bronce,
material compuesto que reúne condiciones ideales para su empleo en la fabricación del ajuar
instrumental. Además, su color amarillo brillante —que le aproxima al espléndido fulgor del
oro—, la facilidad de llenar de una manera más perfecta
que el cobre nativo todos los
intersticios del molde de piedra, y otras ventajas, en parte ya recordadas, le transforman en el
elemento sobre el cual ha de reposar una industria —y aun un arte— tan importante como para
que todo el tiempo en que se usa predominantemente sea bautizado con su nombre.
Las ventajas recién recordadas de colmar muy perfectamente todos los lugares del molde
permiten obtener, una vez enfriado el metal depositado en él, piezas de una superficie mucho
más tersa y unida. Esta falta de granulaciones externas, que no tiene nunca el cobre puro, da
una terminación mucho más fina y pulida a los objetos de bronce. Además, permite diseñar
directamente sobre el molde de piedra decorados en bajo o alto relieve, cuyas líneas resaltarán
luego fielmente en el objeto, por la susodicha propiedad del metal en fusión de llenar todos los
resquicios del molde. Esta condición permite decorar las piezas, no ya por el lento y difícil
trabajo, empleado anteriormente (es decir, tallando las figuras decorativas sobre la pieza
metálica concluida), sino por un procedimiento técnico mucho más breve y seguro, ya que la
fidelidad de la decoración es absoluta. Ello, en cambio, conspira un poco contra la originalidad
artística. Antes cada pieza recibe una decoración única, pues aunque el artista quiera repetir el
motivo, ocurre —lo que es propio en todo arte manual— que imprimirá leves variantes de
confección o de diseño en cada caso particular. Ahora, en cambio, el molde de piedra permitirá
la repetición, sin variantes, de un único
diseño efectuado en el molde. Sin embargo, no debe
inferirse de ello (como podríamos estar tentados de hacerlo si nos dejáramos llevar por nuestros
hábitos comerciales modernos) que se repitan "en serie" los objetos decorados. Las condiciones
de vida en pequeñas comunidades eran tales que, pese al empleo reiterado de los moldes, los
objetos no se repetían hasta la saciedad, como sucede en nuestros días.
El empleo del bronce, por la natural dureza resultante de su mezcla, permite aliviar
considerablemente, también, las etapas de la fabricación. Con el cobre solo es necesario forjar y
endurecer la lámina metálica por medio del martillo. Esto supone un trabajo lento y de gran
esfuerzo muscular, y aun así no alcanza nunca a proveer al instrumento del grado de dureza
natural que obtiene el bronce. Modernamente existen diversos procedimientos químicos de
endurecimiento del cobre. Pero esos procedimientos eran totalmente desconocidos por las
culturas metalúrgicas de la antigüedad. En cambio, se sabía, sí, endurecer aun más el bronce por
la reiteración de las fundiciones, o por el agregado, en la mezcla nueva, de escorias (restos de
antiguos instrumentos de bronce). Esto es justamente lo contrario de lo que ocurre con el cobre
puro, al cual las refundiciones repetidas le aumentan la elasticidad pero no la dureza.
BRONCES ORNAMENTALES. Empuñadura de espada —con su pomo redondo, visto desde
arriba, en la parte superior— que muestra las típicas decoraciones geometrizantes de la Edad de
Bronce.
EL DESCUBRIMIENTO DEL HIERRO
La última etapa en el descubrimiento de los metales corresponde al conocimiento del hierro.
Sólo en algunas culturas especialmente avanzadas en el campo de la metalurgia, el hombre
primitivo se adelanta rápidamente hasta el empleo industrial del hierro. Por lo general, las
excelencias del bronce, recién recordadas, le permiten no intentar la utilización de nuevos
materiales. Y esas culturas se estacionan, largamente, en la Edad del Bronce. Por ello, en la
mayor parte de los casos, la aparición del empleo del hierro coincide, casi, con la entrada en los
tiempos históricos. Con el hierro, pues, el hombre abandona la Prehistoria para penetrar, con
paso resuelto, en la Historia.
Es curioso señalar esta circunstancia de la tardía aparición del hierro, porque —contrariamente
con lo que ocurre con el oro y el cobre, tan esquivos en estado de pureza—
el hierro suele
encontrarse en grandes cantidades en los terrenos asiáticos y europeos, sobre los cuales estaban
ya asentadas civilizaciones metalúrgicas importantes. Es un metal simple, pero que
generalmente no se halla, tampoco, como los precedentes, en estado de ser directamente
utilizado. Generalmente sus vetas lo presentan mezclado con otros minerales o envuelto en
gangas de las cuales es difícil desprenderlo. El hombre de la Edad del Bronce lo ignoraba. De
ahí que tanto por la satisfacción que obtenía de los materiales que ya sabía emplear, cuanto por
las dificultades inherentes a una extracción difícil, cuyo secreto aún no había penetrado, el
empleo del hierro fue retardándose, en la mayor parte de los casos, hasta tiempos muy
próximos a nosotros.
Además —como lo ha hecho notar con mucha propiedad Hoernes—, había otra razón, de orden
técnico, para dilatar ese empleo. Esa razón es la siguiente: todas las culturas metalúrgicas de la
antigüedad reposaban, hasta entonces, en el arte de la fundición, en tanto que el hierro requería
para su empleo una técnica absolutamente distinta y nueva, la de la forja. Cierto es que el
procedimiento de la forja en frío había sido ya empleado en la época inicial de la industria
metalúrgica (como lo hemos dejado consignado al comenzar a tratar este punto). Pero muchas
generaciones habían pasado, y desaparecido desde entonces, y el secreto de este procedimiento
técnico se había, posiblemente, perdido bajo el auge de una era de fundición.
Además, la forja del hierro, por su elevadísimo grado de dureza (que dejaba tan atrás a la del
bronce), era difícil y costosa de aprender. De suerte que fue implantándose poco a poco y sólo
gracias a la inapreciable ventaja del instrumental de hierro sobre el anteriormente usado. Aun
así, el bronce permaneció como un metal aristocrático, con el cual se confeccionaban las armas,
instrumentos, ornamentos y preseas de las gentes de pro, en tanto que el hierro fue considerado
como un metal vulgar, apto más bien para ser empleado por las gentes del común.
Estas consideraciones no son meras inferencias antojadizas. En numerosísimos trabajos, los
arqueólogos han podido señalar, en un mismo yacimiento, la existencia de materiales de bronce
y de hierro. En la inmensa mayoría de los casos, el instrumental de bronce está siempre
vinculado con los jefes, sacerdotes o dirigentes, en tanto que el de hierro pertenece a los meros
soldados o labriegos. Estas atribuciones pueden determinarse con facilidad, especialmente por
el ajuar funerario depositado en las tumbas. La riqueza de los elementos cerámicos, del
vestuario y de muchas otras manifestaciones de la vida, corroboran decididamente aquella
interpretación.
VASO NORDICO DE BRONCE. Ejemplar típico de las piezas de ese metal, con decoración
geometrizante, que se usaron en las regiones del Norte de Europa. Procede de Dinamarca.
TRANSICION ENTRE LA EDAD DEL BRONCE Y LA DEL HIERRO
Hoernes ha señalado también, con el adecuado empleo de las fuentes literarias, el momento de
transición entre la Edad del Bronce y la Edad del Hierro. Esos mismos textos ratifican, también,
que el bronce era instrumental "prescrito por el rito o recomendado por la piedad". Es decir, que
se emplea, de manera casi exclusiva, para usos sacerdotales o por la clase sacerdotal. Este dato
bastaría para reconocer la jerarquía aristocratizante que anteriormente se le atribuye. El autor
recién citado recuerda que "en los cuatro primeros libros de Moisés, el bronce es citado ochenta
y tres veces y el hierro tan sólo cuatro; en la Macla, doscientas setenta veces aquél y veintitrés
éste; en la Odisea, ochenta y cuatro y veintinueve veces, respectivamente. La magnificencia
regia y un estilo artístico como el crético-micénico se acomodan al bronce; una vida como la de
las tribus helénicas en la época del estilo geométrico, al hierro".
Como había ocurrido durante el Paleolítico con el comercio del sílex, el trueque o comercio de
los elementos de la metalurgia alcanzó, durante las edades del Bronce y del Hierro, una enorme
difusión y desenvolvimiento. Estas manifestaciones del comercio, si bien por un lado permiten
establecer las áreas de difusión de ciertos tipos de instrumental o de ciertas modalidades
técnicas en el trabajo de los metales, por otro crean, a veces, alguna confusión respecto de los
centros de difusión de aquella industria y del arte que la acompaña. La complejidad creciente de
la vida de relación del hombre, el establecimiento cada vez mayor de sus agrupaciones urbanas,
crea un panorama de una complicación más elevada. No en balde el hombre va a abandonar
definitivamente la Prehistoria para penetrar pujantemente en los tiempos históricos.
DECORACIONES EN BRONCE. Entre los elementos decorados de la Edad del Bronce, las
sítulas ocupan un lugar preferente por su riqueza ornamental. Aquí vemos, desplegado, el
triple friso circular de una de estas piezas, procedente de Watsch. Obsérvese la cantidad de
información que arroja acerca de la cultura de la época, trajes, ornamentos, instrumental, fauna,
ceremonias. El caballo aparece totalmente domesticado, tanto para la equitación como para tiro.
DONDE SE ORIGINO EL USO DE LOS METALES
J. de Morgan nos ha ofrecido un mapa en el cual establece los lugares geográficos en donde
aparecen yacimientos naturales de mineral de cobre. Ellos se concentran en determinadas zonas,
pero su área de distribución es universal. Los cinco continentes poseen ese metal en proporción
variable. De ahí que en todos ellos hayan florecido culturas que lo emplean. Sin embargo, cabe
distinguir entre las regiones en las cuales se supone (basándose en pruebas arqueológicas) que
han podido nacer la industria y el arte de los metales, y aquellas en las cuales esas nociones han
llegado más tardíamente por obra de su difusión. De Morgan desecha, de entrada, a todo el
continente americano, como lugar de origen de los conocimientos metalúrgicos. A renglón
seguido, elimina a Suecia, Noruega, Dinamarca, Inglaterra, Francia, España, y a toda la Europa
central. Igualmente lo hace con el norte del Africa, en la región productora de aquel mineral
(que es la actualmente correspondiente a Marruecos, Túnez y Argel).
Quedan, pues, las islas Egeas, el Egipto y el Asia Menor. No cree que el cobre pueda haber sido
originariamente trabajado en la Caldea. Por su parte, el Egipto, cuna de una vieja civilización (y
que por esta causa podría ser supuesto, apriorísticamente, como lugar de origen), no posee
minas de cobre, de donde resulta la imposibilidad material para el desarrollo de una gran
industria primitiva. Lepsius, que confundió los bancos naturales de mineral de manganeso con
supuestas escorias de cobre, es el autor de la fábula de la invención del empleo del cobre por los
egipcios. En Wadi Maghara existen vestigios insignificantes de minerales carbonatados, pero en
tal pequeñez, que desautoriza toda posibilidad de existencia de una industria desenvuelta.
Sin embargo, debe hacerse notar que la situación inversa no es, tampoco, de por sí, prueba
suficiente de la existencia originaria de una gran industria a base del cobre. La Península Ibérica
es, sin duda, en Europa, el centro de concentración más importante de los yacimientos de cobre.
Y, a pesar de ello, no ha existido allí tal industria sino tardíamente. Lo mismo ocurre, en el Asia,
con las mesetas de Altai y de Pamir, donde encontramos, nuevamente, una gran acumulación
natural de mineral de cobre, asociada a una tardía aparición de su industria. Han faltado, sin
duda, en tales lugares (y en otros), las condiciones de necesidad y de inventiva humana que han
determinado, en alguna otra parte, la aparición de tal descubrimiento.
Poco es lo que sabemos respecto de la época en que aparece este metal en otro centro de una
gran civilización antigua: la China. Sin embargo, por lo poco que hoy conocemos de aquel
dilatado territorio, no ha sido allí, ni en el Japón, ni en los territorios interiores del Irán, la
Transcaucasia y la Armenia, en donde aquella manifestación cultural ha florecido por primera
vez. El conjunto de las nociones arqueológicas asiáticas que la Edad del Bronce nos ofrece,
permite suponer que ello haya ocurrido por primera vez en el Asia occidental y que, por vía de
la Caldea, haya llegado a las costas de Fenicia, a las islas Egeas y al Egipto, cuna —todas ellas—
de vastos centros culturales de la Antigüedad clásica.
COBRE PURO, Y COBRE Y ESTAÑO
Ya hemos visto cómo, desde lejanas épocas, el hombre primitivo experimentó la necesidad de
alear el cobre con el estaño. Algunos autores suponen que hasta llegó a tentar la inclusión de
otros elementos —arsénico, antimonio o cinc—para lograr las modificaciones del estado
molecular del cobre, indispensables para adquirir dureza. Ello se basa en el hallazgo de piezas
arqueológicas que contienen los minerales citados, en vez de estaño. En Hungría, por ejemplo,
se han hallado hachas de cobre que contienen hasta un 18 % del primero. Desgraciadamente, la
visible impureza de los metales con que están construidas tales clases de instrumentos hace
muy difícil determinar si la presencia de esos minerales subsidiarios es debida o no
a una
incorporación voluntaria practicada por el artífice. Es en este punto, precisamente, donde se
dividen las opiniones de los técnicos. No queda, pues, más seguridad que la relativa al estaño.
Pero, si las minas de cobre puro (o nativo) son raras, también es sumamente raro, y aun mucho
más raro que el del cobre, el hallazgo de las minas de estaño. Habitualmente no se le encuentra
más que en un muy pequeño número de regiones, donde se presenta en filones, bajo las formas
de cristalitos incrustados en el núcleo de las rocas cristalinas. De ahí el nombre de granulitos,
con que se le conoce. Esta situación puede ser alterada por la destrucción de aquellos núcleos de
rocas cristalinas que lo contienen. En tal caso, ya sea por la denudación del terreno, producida
por las lluvias o los vientos, ya por conmociones del terreno, que movilizan y hacen aflorar las
capas profundas, aquellos núcleos se rompen y dispersan, siendo transportados, como material
aluvional, a regiones cercanas. Generalmente estos desprendimientos ruedan por las pendientes
de las montañas como material de relleno de las depresiones y de los valles. La disgregación de
las rocas cristalinas se acentúa y el mineral de estaño es conservado en el estado de areniscas
minerales. Precipitaciones pluviales o el lavado de esas areniscas por obra de cualquier
corriente superficial de agua, son suficientes para extraer de dichas areniscas el óxido de estaño
(o casiterita). Este desprendimiento se produce con gran facilidad por la intensa diferencia de
densidad entre aquel óxido y las areniscas que lo contienen. Es inútil tratar de encontrar estaño
nativo, o absolutamente puro. Siempre se le halla al estado de óxido. Esta oxidación -fácil es una
de sus principales características. De ahí que los metalúrgicos primitivos tuviesen necesidad de
fundir la casiterita para obtener el estaño puro. Es muy posible, además, que el hombre
primitivo advirtiera, desde casi el comienzo de la Edad del Bronce, las ventajas de lavar las
areniscas portadoras
del estaño, produciendo a voluntad el fenómeno de disgregación de la
casiterita, sin esperar la acción de la naturaleza.
Estas especiales condiciones en que el estaño aparece, revisten particular importancia, pues
permiten —asociando estos hechos con las regiones también productoras del cobre— ir
eliminando zonas geográficas, en busca de aquella donde apareció por vez primera el empleo
del bronce. España, algunas regiones de Francia (como la Bretaña), Inglaterra y Finlandia son en
Europa las zonas de producción del estaño. Pero, en todas ellas, la aparición tardía del bronce
impide que se las pueda tener por su lugar de origen. En Africa, estas regiones están situadas
demasiado al Sur (en el cabo de Buena Esperanza y la isla de Madagascar), de manera que no es
posible sospechar que pueda haber sido ninguno de éstos su centro de difusión. En el Asia,
Persia y Armenia los poseen, pero los da tos —sobre ser dudosos— nos impiden establecer si su
conocimiento existió en las épocas primitivas. Sólo quedan, en el continente asiático, las
regiones de China, la India y la península indo-malaya. Es conveniente señalar, todavía, que la
explotación primitiva del estaño, por el lavado de las areniscas y el empleo de los hornos bajos,
prosigue allí en nuestros días, con procedimientos de una rusticidad sugestiva, indicadora de
una gran antigüedad en el mantenimiento de tales técnicas. Es, por lo tanto y según el estado
actual de nuestros conocimientos en la materia, de las tres regiones antes mencionadas —o de
alguna de ellas— de donde debió partir la industria del bronce que luego se extendió
triunfalmente por el resto del continente asiático, Europa y alguna parte del Africa del Norte.
PARA LA BELLEZA Y ASEO PERSONAL. Estos instrumentos destinados al tocado, muestran
ya un avanzado estado de cultura y una indiscutible preocupación por la atención de ciertos
detalles. Destinados a las mujeres, estas limas para uñas, retocadores y removedores de la
cutícula, etc., están cuidadosamente decorados. El grupo de arriba, a la izquierda, proviene de
un yacimiento francés; los otros de tres distintos yacimientos italianos.
LA EDAD DEL HIERRO
Sería inútil querer buscar una fecha que permita señalar el momento preciso en que se opera el
paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro. Hemos visto la multiplicidad de las culturas
del bronce y cómo ellas se producen, en fechas distintas, aun para regiones muy cercanas las
unas de las otras. Evoluciones locales, en unos casos, migraciones de pueblos poseedores de los
secretos de esa técnica, en otros, dan como resultado ese cuadro movido y a veces casi
imprevisible de las culturas del bronce. Cosa análoga ocurre al hacer su aparición el
descubrimiento del empleo del hierro.
Los hombres de los finales de la Edad del Bronce habitan, preferentemente, túmulos o entierran
en ellos a sus muertos. En uno u otro caso, los excavadores modernos llegan a encontrar en los
yacimientos la tímida aparición de objetos del nuevo metal íntimamente ligados al antiguo ajuar
de bronce.
Las características propias de este material le asignaban, desde luego, un empleo preferente en
relación a las armas.
Un buen repertorio de ellas aparece, efectivamente, desde esas lejanas épocas. Se trata de
espadas (que pueden ser largas o cortas), puñales, lanzas, arcos y flechas. Estos objetos,
originariamente muy simples, se van diversificando con el tiempo, cuando la inventiva local se
ha desarrollado suficientemente. Así aparecen puñales cuyo puño está provisto de antenas y de
un pomo cónico muy típico. La rareza del nuevo material empleado comunica a estas armas un
gran valor. De ahí que no se la emplee habitualmente para jabalinas u otras armas arrojadizas.
Se usa tan sólo para aquellas que no deben abandonar la mano de su dueño. En cuanto a las
formas (y salvo las pequeñas modificaciones posteriores que ya hemos empezado a apuntar),
repiten preferentemente las de los objetos anteriormente hechos de bronce. Pasa con ello algo
parecido a lo que ocurrió durante el período de transición de la piedra pulida al empleo del
bronce mismo, en el cual las hachas y otros objetos del nuevo material metálico no hacían sino
calcar los viejos tipos líticos.
Hemos visto que en la cuenca del Mediterráneo es donde ha llegado a más alto esplendor la
Edad del Bronce. No es extraño pues, que las piezas de hierro copien a las del período anterior
procedentes de cualquiera de las culturas mediterráneas y, preferentemente, a las de la Europa
meridional, cuyos modelos están más a la mano y son más abundantemente difundidos. Como
ocurrió en su momento con el sílex y luego con el bronce, el hierro fue objeto de un comercio
intenso, que transportó los objetos elaborados con él hasta lugares bien distantes de los de su
original procedencia.
Este comercio comprende no sólo las armas, sino también, algo más tarde, objetos del
instrumental suntuario y funerario: vasos y otros objetos, fabricados con hierro, en Bélgica o en
Francia, tanto como en Alemania o Checoeslovaquia. Su similitud es absoluta; lo que prueba el
tráfico desde un centro común. A la vez que la aparición del hierro se produce una
intensificación del lujo y del deseo de mayores comodidades y belleza para la vida diaria. La
batería de cocina, por ejemplo, se hace más numerosa y diversa. Grandes cacerolas de bronce se
encuentran junto a parrillas y a enormes horquillas, con las que se podría ensartar una res
entera,
destinadas a cocinar viandas abundantes para banquetes generosos. La cerámica
también se diversifica. Nuevas formas y ornamentaciones tipifican, localmente, las diversas
culturas. Como decoración, hombres y animales aparecen estilizados, generalmente en forma
un poco ruda. Más fina (así como más abundante) es la decoración geometrizante e incisa. Pero
tanto les vasos de este tipo como los pintados reciben un engobe protector, que abrillanta sus
paredes. Otro material que se aprovecha intensamente es el vidrio, que no sólo se emplea para
la fabricación de vasos y copas de diversos tipos, sino que en ocasiones suele hasta colorearse
por zonas, acrecentando con ello su natural belleza. También de vidrio coloreado se hacen los
collares, que suelen acompañar, en los ajuares funerarios, a sus similares de metal, de ámbar, de
nácar, de marfil o de coral.
Ese afán de embellecer la vida, que parece ser uno de los rasgos generales distintivos de esta
gran etapa cultural, se advierte claramente en el abundante empleo del oro. Con él se hacen
gran número de objetos de adorno individual, tales como los susodichos collares, brazaletes,
aros, anillos, agujas para prender ropas, placas pectorales y hasta vasos diversos, para el ornato
de la mesa de los más favorecidos. Este abundante empleo del metal áureo se ratifica por su
incorporación al mobiliario familiar. Además, para realzar su esplendor, todos los objetos de
oro presentan finísimas ornamentaciones grabadas, que unas veces representan seres humanos
o animales y otras meras figuraciones geometrizantes —posiblemente, en muchos casos,
resultado de la estilización excesiva de aquellas representaciones naturales—, y otras, signos
que suponemos poseyeron un sentido religioso que hoy se nos escapa. Así, la rueda, la svástica
y el disco solar, signo —posiblemente— este último de la existencia de cultos heliolátricos. Para
ese entonces ya el hombre ha logrado la perfecta domesticidad y empleo del caballa como
animal de arrastre. No sólo nos lo muestran los vasos con sus figuraciones, sino que también
hallamos la prueba directa en los yacimientos arqueológicos, donde es abundante el hallazgo de
frenos y trozos de antiguos carros y, excepcionalmente el encuentro de algunos de ellos enteros.
CREADORES DE LA METALURGIA
¿Quiénes son los creadores de la metalurgia? Por las razones ya expuestas anteriormente, la
respuesta es ardua y no siempre la misma para todos los autores. Sin embargo, la mayor parte
de ellos admiten su nacimiento entre los ligures, pueblo mal definido, que unos consideran
como resultado de la suma de las invasiones arias y otros entienden que es el resultado de la
combinación de aquéllos con poblaciones autóctonas, tan mal caracterizadas como ellos mismos.
A esos ligures se les atribuye un papel prevaleciente en la cultura del occidente europeo: ellos
habrían de ser los introductores de las culturas neolíticas, los constructores de los palafitos y de
los dólmenes y, luego, los creadores de la metalurgia. Sin embargo, es muy posible que haya
que rebajar buena parte de esos hipotéticos méritos y que los ligures no hayan hecho otra cosa
que recoger las influencias provenientes de otros pueblos. Ello será ratificado o rectificado en el
futuro, por investigaciones sistemáticas que nos faltan en estos momentos.
Según algunos autores, celtas y dorios habrían sido los mayores propagandistas de las
industrias del hierro, haciendo conocer la materia prima y la técnica necesaria para su empleo.
Tal técnica comprende la realización de hornos mucho
más altos y evolucionados que los
anteriormente existentes. Los arqueólogos franceses han encontrado algunos buenos ejemplares
de ellos, como los de la región del Jura. Otros similares han sido hallados en Silesia y Hungría.
Muchos de ellos mostraban el
empleo de toberas metálicas
en forma de cono truncado y
terminadas en codo. Los celtas habrían llegado del este de Europa, remontando la vía natural
constituida por el valle
del Danubio, siguiendo por el
norte de Alemania hasta las
costas del
mar Báltico, y surcando desde allí por mar o continuando su migración por tierra, habrían
llegado a Bélgica
y a la Bretaña. Esta invasión
céltica —quizás el resultado
de hambres y
conmociones marítimas o terrestres— habría sojuzgado a los ligures, que ya habitaban aquellos
territorios, y cubierto, hacia comienzos del siglo III,
no sólo Francia, sino también Bélgica,
Inglaterra y el norte de Italia, dejando huellas de su paso (reveladas por el mantenimiento de
otros contingentes de población) en Alemania y Hungría. Pero su expansión debe haber sido
mucho más vasta, con migraciones, igualmente extendidas, hacia el Este, es decir, ya en
territorio asiático, pues se les encuentra en el Asia Menor, la Tracia y Macedonia. Esto significa
un área territorial enorme y, por ende, una función cultural sumamente importante.
ESPADAS DECORADAS. Tres tipos distintos de espadas cortas de hierro, halladas en las
excavaciones practicadas en Helénendorf (Transcaucasia), con decoración geometrizante. Son
del periodo de Hallstadt. 
ETNOLOGIA Y METALES
El cuadro étnico de la época se hace aun más confuso por la aparición de un nuevo pueblo
migrador, que cae sobre el Mediodía de Francia. Se trata de los iberos, habitantes originarios de
la península española que, por razones ignoradas, atraviesan los Pirineos y se instalan en la
parte meridional y central de la Galia. Ligures, celtas e iberos son los que, en sus modalidades
propias, irán perfeccionando las técnicas del hierro. Cuando las invasiones, siempre brutales, se
apaciguan, aparece, con justa razón, esa ansia de lujo, de belleza y de placer, que hemos
advertido como características no disimuladas de este gran período cultural. Es la expansión
perfectamente clara y lógica de pueblos oprimidos por el temor y la violencia, endurecidos en
seculares esfuerzos y deseosos de borrar de sus mentes y de sus corazones el espectáculo brutal
de las miserias pasadas.
Toda la industria del hierro de la Europa occidental muestra características extraordinarias de
uniformidad de tipos, formas y decorados. Es lo que se conoce con el nombre de industria
hallstaciana, por el lugar de origen de los hallazgos iniciales más completos e interesantes. Al
mismo tiempo, vemos aparecer otro foco cultural intenso en la Armenia rusa y regiones vecinas,
especialmente en la Persia. Ambos grupos, el europeo y el asiático, muestran curiosas
manifestaciones comunes, que los aproximan y relacionan estrechamente. Sin embargo, no hay
evidencias arqueológicas de que ambos grupos hayan establecido contactos permanentes. La
distancia geográfica que los separa es tan grande, que si no fuese por la similitud y paralelismo
en el desarrollo, estaríamos tentados de negar que tales culturas hubiesen tenido contactos
formales. No obstante —y a pesar de la ausencia de investigaciones arqueológicas que prueben
la expansión cultural ininterrumpida en los territorios intermedios—, aquellas similitudes son
suficientes como para relevarnos de la duda.
Por de pronto, el gran repertorio de espadas triangulares, dotadas de fuertes mangos
terminados en discos o bolas, se encuentra, con gran despliegue de formas diversas, en ambas
provincias culturales. Hoernes ha intentado una clasificación de todo el material hallstaciano,
basándose en las características de la cerámica y de las fíbulas. Por su parte, J. de Morgan agrega
que la verdadera característica de esa cultura es, a su entender, la introducción del naturalismo
en el arte geometrizante y que ésa es la que le distingue muy netamente de la civilización del
bronce, tanto para los pueblos de Europa central, como para los de la región occidental del
mismo continente. En efecto, tanto la cerámica como los objetos de hierro decorados, que
todavía suelen hoy encontrarse en la Armenia rusa, demuestran la existencia de una vieja
cultura, menos antigua, sin embargo, que la que se advierte en las sepulturas más antiguas, y
ésta tiene su principal expresión en un regreso paulatino al naturalismo, desde la decoración
geometrizante muy estilizada que se encuentra en los objetos correspondientes a la etapa inicial.
Vale decir, que este proceso de retorno a las formas de la naturaleza se produce, por igual, en
ambos grandes centros culturales. Es de advertir, por último, que tal marcha de lo decorativo no
se opera únicamente en los adornos y útiles de hierro. Se advierte, en forma igualmente notoria,
en la decoración de la cerámica.
Otro tanto ocurre con los elementos del adorno personal: aros, anillos, pendientes, cinturones
metálicos, todo se presenta en forma análoga. Sólo los alfileres difieren en algo. En cambio, una
gran suma de instrumentos de uso diario confirman la similitud, la cual es ratificada, también,
por las formas de entierro, entre la que predomina el abandono de sepultar en cuclillas, antes
usada, y la adopción de la del cuerpo extendido, recubierto por un leve túmulo de piedra.
El carácter especial de este curso, destinado al relato de la vida más antigua del hombre, no
debe ir más allá. La Prehistoria ha cesado y el hombre entra en la Historia.