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PREHISTORIA - El descubrimiento de los metales
LA EDAD DEL HIERRO
Sería inútil querer buscar una fecha que permita señalar el momento preciso en que se opera el
paso de la Edad del Bronce a la Edad del Hierro. Hemos visto la multiplicidad de las culturas
del bronce y cómo ellas se producen, en fechas distintas, aun para regiones muy cercanas las
unas de las otras. Evoluciones locales, en unos casos, migraciones de pueblos poseedores de los
secretos de esa técnica, en otros, dan como resultado ese cuadro movido y a veces casi
imprevisible de las culturas del bronce. Cosa análoga ocurre al hacer su aparición el
descubrimiento del empleo del hierro.
Los hombres de los finales de la Edad del Bronce habitan, preferentemente, túmulos o entierran
en ellos a sus muertos. En uno u otro caso, los excavadores modernos llegan a encontrar en los
yacimientos la tímida aparición de objetos del nuevo metal íntimamente ligados al antiguo ajuar
de bronce.
Las características propias de este material le asignaban, desde luego, un empleo preferente en
relación a las armas.
Un buen repertorio de ellas aparece, efectivamente, desde esas lejanas épocas. Se trata de
espadas (que pueden ser largas o cortas), puñales, lanzas, arcos y flechas. Estos objetos,
originariamente muy simples, se van diversificando con el tiempo, cuando la inventiva local se
ha desarrollado suficientemente. Así aparecen puñales cuyo puño está provisto de antenas y de
un pomo cónico muy típico. La rareza del nuevo material empleado comunica a estas armas un
gran valor. De ahí que no se la emplee habitualmente para jabalinas u otras armas arrojadizas.
Se usa tan sólo para aquellas que no deben abandonar la mano de su dueño. En cuanto a las
formas (y salvo las pequeñas modificaciones posteriores que ya hemos empezado a apuntar),
repiten preferentemente las de los objetos anteriormente hechos de bronce. Pasa con ello algo
parecido a lo que ocurrió durante el período de transición de la piedra pulida al empleo del
bronce mismo, en el cual las hachas y otros objetos del nuevo material metálico no hacían sino
calcar los viejos tipos líticos.
Hemos visto que en la cuenca del Mediterráneo es donde ha llegado a más alto esplendor la
Edad del Bronce. No es extraño pues, que las piezas de hierro copien a las del período anterior
procedentes de cualquiera de las culturas mediterráneas y, preferentemente, a las de la Europa
meridional, cuyos modelos están más a la mano y son más abundantemente difundidos. Como
ocurrió en su momento con el sílex y luego con el bronce, el hierro fue objeto de un comercio
intenso, que transportó los objetos elaborados con él hasta lugares bien distantes de los de su
original procedencia.
Este comercio comprende no sólo las armas, sino también, algo más tarde, objetos del
instrumental suntuario y funerario: vasos y otros objetos, fabricados con hierro, en Bélgica o en
Francia, tanto como en Alemania o Checoeslovaquia. Su similitud es absoluta; lo que prueba el
tráfico desde un centro común. A la vez que la aparición del hierro se produce una
intensificación del lujo y del deseo de mayores comodidades y belleza para la vida diaria. La
batería de cocina, por ejemplo, se hace más numerosa y diversa. Grandes cacerolas de bronce se
encuentran junto a parrillas y a enormes horquillas, con las que se podría ensartar una res
entera,
destinadas a cocinar viandas abundantes para banquetes generosos. La cerámica
también se diversifica. Nuevas formas y ornamentaciones tipifican, localmente, las diversas
culturas. Como decoración, hombres y animales aparecen estilizados, generalmente en forma
un poco ruda. Más fina (así como más abundante) es la decoración geometrizante e incisa. Pero
tanto les vasos de este tipo como los pintados reciben un engobe protector, que abrillanta sus
paredes. Otro material que se aprovecha intensamente es el vidrio, que no sólo se emplea para
la fabricación de vasos y copas de diversos tipos, sino que en ocasiones suele hasta colorearse
por zonas, acrecentando con ello su natural belleza. También de vidrio coloreado se hacen los
collares, que suelen acompañar, en los ajuares funerarios, a sus similares de metal, de ámbar, de
nácar, de marfil o de coral.
Ese afán de embellecer la vida, que parece ser uno de los rasgos generales distintivos de esta
gran etapa cultural, se advierte claramente en el abundante empleo del oro. Con él se hacen
gran número de objetos de adorno individual, tales como los susodichos collares, brazaletes,
aros, anillos, agujas para prender ropas, placas pectorales y hasta vasos diversos, para el ornato
de la mesa de los más favorecidos. Este abundante empleo del metal áureo se ratifica por su
incorporación al mobiliario familiar. Además, para realzar su esplendor, todos los objetos de
oro presentan finísimas ornamentaciones grabadas, que unas veces representan seres humanos
o animales y otras meras figuraciones geometrizantes —posiblemente, en muchos casos,
resultado de la estilización excesiva de aquellas representaciones naturales—, y otras, signos
que suponemos poseyeron un sentido religioso que hoy se nos escapa. Así, la rueda, la svástica
y el disco solar, signo —posiblemente— este último de la existencia de cultos heliolátricos. Para
ese entonces ya el hombre ha logrado la perfecta domesticidad y empleo del caballa como
animal de arrastre. No sólo nos lo muestran los vasos con sus figuraciones, sino que también
hallamos la prueba directa en los yacimientos arqueológicos, donde es abundante el hallazgo de
frenos y trozos de antiguos carros y, excepcionalmente el encuentro de algunos de ellos enteros.