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PREHISTORIA - Curiosidad por el pasado
LAS IDEAS DE CUVIER, LYELL Y BOUCHER DE PERTHES
El punto de partida, en Europa, de este gran movimiento de ideas, destinado a rescatar para el
conocimiento humano las edades prehistóricas, sobre las cuales el tiempo y el olvido de los
hombres había echado un velo aparentemente impenetrable, fue Boucher de Perthes, cuyas
primeras investigaciones en Abbeville fueron seguidas de la sonrisa, irónica y piadosa, de la
ciencia oficial de su tiempo, representada por Elie de Beaumont, secretario perpetuo de la
Academia de Ciencias francesa. El duelo entre ambas autoridades —la que había intuido la
verdad y la que representaba a la verdad académica— duró más de quince años. Ello motivó
amarguras y dolores en la vida del precursor, pero los investigadores ingleses concurrieron en
ayuda de Boucher de Perthes, y el prestigio de sus afirmaciones contribuyó a hacer la luz ante la
opinión pública francesa. Con todo, esta batalla en favor de las "ciencias del hombre" ha
merecido ser recordada por la posteridad.
¿Cuál era el problema fundamental que motivaba las resistencias y enconaba los espíritus ante
la afirmación de la existencia del hombre como contemporáneo de la fauna extinguida? Este
problema, que hoy parece totalmente superado desde el punto de vista científico, aparecía
entonces como de una enorme y revolucionaria gravedad. En efecto, todas las ideas respecto de
la aparición del hombre sobre el planeta estaban regidas por los conceptos bíblicos del Génesis,
según el cual el Supremo Hacedor habría creado al mundo de la nada en los siete días de su
labor. El orden de sucesión de los trabajos del Creador, dado por el texto sagrado, implicaba la
imposibilidad de la coexistencia del hombre con los grandes seres de la fauna extinguida.
Postularlo, ahora, sobre la base de sospechosos hallazgos, implicaba pretender trastocar lo
aseverado por el texto bíblico; es decir, negar la verdad revelada; incurrir, por tanto, en
irreparable y perniciosa herejía.
Era en balde que las demostraciones se acumularan sobre las demostraciones; que nuevos
yacimientos, explotados por los técnicos, arrojaran una luz cada vez más clara sobre el
problema; que las observaciones, en terrenos vírgenes de toda búsqueda hasta el presente,
excluyeran la posibilidad de engaños. La opinión oficial no cedía. Ya Lyell había demostrado
que las transformaciones sufridas por la corteza terrestre no eran el fruto de magnas catástrofes
—de las "revoluciones" del globo, como las denominaba Cuvier—, sino que eran el fruto de
minúsculas, de imperceptibles transformaciones provocadas por la acción diminuta, pero
constante, de los agentes naturales. Antes de llegar a esta concepción naturalista, sobre la que se
basa toda la moderna geología, los naturalistas europeos se habían visto en figurillas para
explicarse las diferencias, a veces profundas, que existían entre las formas vivientes cuyos restos
fósiles se extraían del subsuelo.
Por ello, Cuvier, obligado a explicarse aquellas diferencias, suponía que todo el haz de la tierra
había estado sometido, de tiempo en tiempo, a enormes cataclismos, que arrasaban con todos
los elementos vivientes, de tal manera que la vida renacía otra vez totalmente, cuando el Sumo
Hacedor, por un nuevo acto de su omnipotencia, resolvía crearla. La doctrina de Cuvier
perduró por un tiempo, aun después de la aparición de la de Lyell, de tal suerte que los
seguidores de la posición cuvieriana, ante la necesidad de explicar, por catástrofes, las
diferencias resultantes en las formas vivientes, cada vez más numerosas, que se iban conociendo,
no encontraron otra vía de escape que multiplicar el número de las susodichas catástrofes.
Saint-Hilaire, discípulo de Cuvier, admitía alrededor de una veintena. Tanto esta exageración
de la doctrina de las "revoluciones del globo", como la sencillez y simplicidad admirables de la
de su antagonista, fueron llevando al descrédito la actitud de los seguidores de Cuvier, que a la
muerte de éste habían ya raleado considerablemente sus filas.
Boucher de Perthes —como nuestro Ameghino— había hecho de la obra de Lyell su libro de
cabecera. Para aquél, el hombre no había nacido con Adán, sino que se remontaba a una
antigüedad muchísimo mayor, a siglos y siglos de una vida oscura, instintiva, casi animal, de la
cual había ido emergiendo poco a poco, con la adquisición paulatina de diversas técnicas.
Hechos humildes, cuya simplicidad hoy nos haría sonreír, pero que para el adelantamiento —
casi diríamos, para la humanización— del hombre primitivo tenían una importancia mucho
más trascendente que nuestros sutiles y complicados inventos modernos. La obtención
voluntaria del fuego, el enmangar las hachas de mano, por ejemplo, han sido hechos que
marcaron un jalón en la vida de nuestros antepasados. Etapa ésta tan grande, que acaso no
podamos valorarla íntegramente aun cuando nos esforcemos por hacerlo.