Textos    |    Libros Gratis    |    Recetas

 

.
PEDAGOGÍA - Los límites de la educación
ESPERANZA ACTUAL EN LA EDUCACION
Hoy más que nunca se le pide a la educación que realice el milagro de convertir lo imposible en
posible. Ante la crisis del mundo —crisis producida en gran parte porque el hombre no sabe o no
puede acomodarse a las nuevas condiciones políticas y económicas—, ¿qué hará la educación?
Con el método científico el hombre aprende a hacer de la naturaleza, que era su enemiga, su
aliada. Con ese instrumento de precisión descubre la verdadera realidad de la existencia y cree
que tiene en sus manos el secreto de la auténtica revelación. Bien pronto advierte que la fe en la
autoridad, la fe en las instituciones permanentes, la fe en el misterio que enlaza lo perecedero con
lo eterno, vacila. Y ante esa vacilación piensa que esa fe no tenía sentido, porque las condiciones
de la vida cambian y le obligan a adoptar una nueva actitud. Esos cambios no han sido previstos
ni queridos por el hombre, pero están ahí, y para acomodarse a ellos inventa un nuevo clima
donde poder vivir; quiere olvidarse de su tragedia íntima y goza de todo lo que la ciencia, sin
descanso y sin prisa, ha ido elaborando en la Edad Moderna. Es una nueva arma para defenderse
del nuevo enemigo. Ya no tiene miedo a la naturaleza, porque ha logrado dominarse: tiene miedo
al hombre. Tiembla ante su hermano; más aun, ante sí mismo. A solas, descubre en su conciencia
mundos insospechados que no sabe dominar. A poner orden y claridad en ese mundo caótico y
confuso acuden las nuevas disciplinas científicas; a ellas se agarra, náufrago de su propia vida
interior. No halla una respuesta adecuada. Todo parece incierto y vacilante. ¿Qué hacer?
Oye que los ilusos anuncian el advenimiento de un mundo nuevo donde todos los problemas
quedarán resueltos. Pero sus utopías, por el hecho de serlo, están divorciadas de la realidad y
cometen el delito de querer anular en el ser humano lo único que podía sostenerle: la emoción de
lo infinito. No hay que desesperar, dice la nueva educación. Cara a cara frente al destino del
hombre, intenta hallar soluciones adecuadas. Su empeño no puede ser más noble y mejor. La idea
del progreso indefinido, mantenida como indiscutible en el siglo me, está hoy sometida a severa
crítica. Pero en cambio sabemos que cuando el hombre realiza un esfuerzo ascendente en su
propia conciencia, los valores humanos, que son valores de la cultura, se salvan y son un evidente
progreso, el único progreso con que podemos contar. La escuela ha servido a las necesidades de la
vida y ha cumplido su misión. Pero eso no basta. La vida cambia, y el maestro, con el oído atento
a las voces del mundo, debe ser capaz de satisfacer no sólo los anhelos de hoy, sino los que
surgirán mañana. Nuestra civilización desfallece porque sus dos factores esenciales, el material y
el espiritual, están divididos, separados sin posible estación de enlace. Por un lado caminan las
fuerzas materiales de la vida; por otro lado, las espirituales, sin la menor comunicación. El hombre
está roto por dentro; deshecha la unidad interior de su ser. Ante el dualismo de la vida hemos
optado por la materia, sacrificando el espíritu; nuestras actividades son cada día más autómatas.
A la función de andar ha substituido el automóvil; a la de pensar, la máquina. Todavía guardamos
una cierta fidelidad de tipo romántico a lo que llamamos el reino del espíritu; pero no estamos
dispuestos a sacrificarle un átomo del placer material de nuestra vida. Una civilización que no ha
sabido enlazar los dos elementos que la constituyen haciendo que el uno encarne en el otro y lo
ilumine, tiene que hallarse en una gravísima crisis. Los principios de libertad y democracia
defendidos como una religión en el siglo XIX, insustituibles e indiscutibles en su esencia, han
venido a estar en entredicho. Pero el mal no está tanto en los fracasos experimentados a lo largo
del camino cuanto en permanecer con los ojos vendados ante eso que se nos presenta como un
desastre y que en rigor no lo es.
Hay que volver a comenzar de nuevo utilizando todo lo que en la tradición viva es utilizable, que
no es poco. Un paraíso perdido es, siempre que se quiere, un paraíso conquistado. El mundo tiene
que intentar su salvación mediante el saber de salvación. Y la escuela tiene que acudir a satisfacer
esa necesidad urgente. "Cabeza, corazón y mano —dijo un día Pestalozzi— tienen que formar el
eje de la educación". De igual modo hoy, esos tres elementos unidos en una síntesis formadora
tienen que dar sentido a la labor de cada día. "La intuición sin conceptos es ciega; el concepto sin
intuición es vacío". El problema es un problema de educación y la solución ha de hallarse en el
recinto escolar, en el liceo, en la universidad. La confusión no reina sólo en los círculos de la vida,
sociales y políticos, sino en los de la escuela, tomando esta palabra en su más amplio sentido. El
maestro quiere hacer algo en este momento de crisis y confusión pero no sabe bien qué, y cuando
lo sabe no le permiten hacerlo. Las fuerzas que coaccionan su labor, aunque ocultas, porque no
dan la cara, son demasiado evidentes: son los padres que no saben querer a sus hijos y se niegan a
que reciban una formación rigurosa y esforzada, una educación heroica; son las condiciones
económicas, impuestas por una vida precaria, las que no le dan suficiente holgura para la
meditación y el estudio; es el mundo circundante, eso que se llama la opinión pública, que trata de
convertir la escuela en una fuerza política. Para vencer tanto obstáculo hacen falta lo que llaman
en los Estados Unidos pioneers, hombres y mujeres audaces y valientes que abran el camino y
construyan nuevas rutas; no le basta al maestro con enseñar a pensar, como se creía en el siglo XIX;
tiene que enseñar a hacer, a sentir, a querer. Pensar es fácil; hacer, difícil; pero hacer conforme al
pensamiento es casi imposible. Y la misión del maestro consiste en eso: en convertir lo imposible
en posible.
Claro está que puede ponerse en cuestión, y se pone, el valor de la educación, su posibilidad, su
capacidad para realizar este milagro. Repitiendo la pregunta kantiana: "¿Es posible la ciencia?",
podríamos preguntar nosotros: ¿Es posible la educación? Cierto que no pueden negarse sus
progresos, su eficacia, su valor. Al visitar las Escuelas Nuevas, con toda la maravilla que encierran,
vemos que se ha cumplido un gran cambio. Pero luego salimos a la calle y contemplamos la vida;
de esos niños que eran una espléndida promesa ha salido la humanidad de hoy que lanza al
viento su grito de angustia. Entonces vemos que lo realmente obtenido es bien poco. Es muy poco
porque, como hemos dicho, desde el Renacimiento hasta nuestros días el hombre se ha empeñado
en separar el mundo del pensamiento del mundo de la acción. La educación intelectual ha
resultado académica y pedante; la educación manual, ciega. Las disciplinas se enseñan de manera
separada y sin conexión posible, cual si fuesen nada más que hechos sueltos y no tuviesen
conexión con la vida. Aumenta cada año en el programa escolar el número de materias que han de
enseñarse. El niño sabe más, pero no sabe mejor. Lo que aprende no forma parte de su ser, no se
convierte en medula mental ni en norma de conducta. En la escuela se aprenden algunas cosas, tal
vez muchas, demasiadas, pero sus fuentes del saber están secas. El conocimiento que damos
informa pero no forma. La ciencia llamada a producir la fecundidad de la mente la deja estéril.