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PEDAGOGÍA - Didáctica
Los problemas de carácter didácticos que con mayor urgencia tiene que resolver el maestro al
realizar su labor escolar son los siguientes:
Problema de selección de las materias de estudio —cantidad y calidad—que ha de inyectar en el
alma del alumno. El saber ocupa lugar; y como el espacio y el tiempo de que dispone la escuela
son muy limitados, el primer problema que se presenta ante el educador es un problema de orden
selectivo, problema no sólo de cada año sino de todos los días y de toda lección. Como el
contenido de la cultura es inmenso y lo que puede enseñarse en la escuela es algo muy reducido y
concreto, importa hacer la selección de los materiales con acierto. ¿Cómo conseguirlo? ¿Qué
criterio hemos de seguir al seleccionar?
La respuesta a esta pregunta no puede obtenerse más que en función de las condiciones que
forman el ambiente escolar y de las que acompañan a los factores esenciales del proceso educativo
que enunciaremos más tarde. En rigor, y de una manera exacta, el criterio de selección no puede
formularse de antemano y a priori. Se va forjando en la labor cotidiana de la escuela y depende no
pocas veces de elementos más o menos imponderables. Lo que sí puede decirse es que el trozo de
cultura que seleccionemos ha de ser en cada caso una unidad, una totalidad considerada no como
suma de materiales sino como unidad conceptual; esto es, que esté estrechamente enlazado con el
anterior y con el siguiente. Que no sea una cosa suelta sino algo que tiene su emplazamiento fijo
en el proceso de la ciencia que se trata de enseñar y en el proceso de la experiencia que el niño
posee al entrar en la escuela.
Una vez seleccionada la materia de enseñanza, el maestro necesita poseerla, hacerla suya. Dos
maneras tiene de poseerla: primera, como cosa prestada que se transmite tal como se adquirió.
Entonces la enseñanza se convierte en comercio y el maestro en instrumento transmisor. Segunda,
como cosa propia, como sustancia elaborada por sí misma o transformada de tal modo que el
maestro al comunicarse con el alumno le transmite parte de su personalidad: el que antes era
mero conductor o transmisor de la labor docente, al poner ahora su propia sustantividad, realiza
un arte, se convierte en artista.
Una vez poseída la materia, se presenta un duro problema: el de enseñarla. ¿En qué consiste esta
función de enseñar? El primer problema a que nos hemos referido antes era un problema de
contenido, de materia; era un problema de tipo específico. El segundo es un problema genérico,
formal, se refiere a la forma, al camino que hay que seguir, al método. Según que se acentúe uno
de estos dos términos, forma o contenido, surgen las dos grandes direcciones que a través de toda
la historia de la Pedagogía ha seguido el problema de la instrucción y a las cuales cabe reducir
todas las demás. Para la vieja educación lo importante es la materia de enseñanza, el qué: a la
escuela se va para aprender y sólo a eso. A aprender pocas cosas, pero éstas bien sabidas: leer,
escribir, contar. La escuela, entonces, apenas tiene problemas; fiel a su destino, cumple el papel
que se le encomienda.
No podía ser de otro modo; mientras el contenido de la cultura del mundo que cabe introducir en
el recinto escolar es todavía pequeño, la escuela no tiene por qué tener grandes pretensiones. Por
otro lado, mientras el hombre no habla de sus derechos y se limita a cumplir sus deberes, deberes
que en cuanto a la jornada de labor son de tipo profesional, que se transmiten de padres a hijos, la
escuela no necesita ocuparse de dar esa cosa vaga y difusa que se llama cultura general. Con el
advenimiento de los tiempos modernos la cultura se amplía; se descubren nuevos mundos, se
realizan nuevos inventos, se hallan nuevas verdades. Además, la Revolución Francesa proclama
los Derechos del hombre, y entre los primeros está el derecho a la cultura. La democracia es la
igualdad ante la ley;
por ella el hombre se siente libre, puede cambiar de destino y ascender a
otras esferas sociales; puede desempeñar todas las profesiones desde las más humildes hasta las
más elevadas; y sobre todo, puede gobernar a los demás hombres. Para ello necesita saber, saber
mucho. El problema de la escuela se complica. Surge, además, en el siglo XVIII, la moda de las
enciclopedias, que impulsan al
maestro a dar a su alumno
una enseñanza enciclopédica.
Ya se
habían hecho algunos
intentos con Rabelais, por
ejemplo, pero siempre pensando en un solo
alumno;
ahora se piensa en la masa.
El problema de la escuela es éste: cómo enseñar mucho
a
muchos alumnos; es un problema de contenido intelectual. Ahora bien, como la tarea es larga y la
jornada
breve, hay que buscar caminos cortos que conduzcan de
manera rápida al alma del
alumno, cuyo íntimo secreto
nadie había pretendido descubrir todavía. Por esta razón, la
educación moderna acentúa el problema de la forma, del método; surge el problema central: el de
la enseñanza. Varias maneras hay de realizar esta tarea. Consiste la primera en mostrar al alumno
la materia de estudio para que éste la reciba pasiva mente; el maestro toma un trozo de cultura y
trata de inyectarlo en la mente del muchacho. Lo que éste tiene ante la vista, lo que le presentan,
es una cosa cortada, seccionada, muerta, incapaz de ser incorporada al proceso total de su vida.
Pero hay una segunda manera de enseñar: el maestro muestra al alumno aquel trozo de la cultura
como enseña, como bandera de unos principios, de una ideología; el fervor entusiasta y la belleza
del tópico sustituyen a la veracidad intelectual. Y por último, otra manera de enseñar consiste en
hacer que el alumno intuya el contenido, es decir, lo recree de nuevo, lo haga suyo; que no sea el
niño mero espectador, sino actor de su propia educación. Surge así la escuela activa; el contenido
queda relegado a segundo término; lo importante es la forma, el método.
Los factores fundamentales del proceso de la educación son: por un lado, el niño, que es un ser no
maduro, no desarrollado; por otro lado, la cultura que ha de recibir y mediante la cual va a
adquirir esa formación, ese desarrollo que aún no tiene. Ahora bien, la cultura no se le presenta así,
en abstracto, sino encarnada en la experiencia de la vida; esto es, del maestro. En los primeros
años escolares la única fuente de donde el niño obtiene la cultura que le nutre es la experiencia del
maestro, su genialidad creadora. El maestro pasa a ser un elemento fundamental de la educación
y se confunde con el factor cultura.
La diferencia esencial entre estos dos factores, maestro y alumno, es que el primero ha vivido un
trozo de la vida, posee experiencia en forma de cultura. La experiencia no consiste en amontonar
recuerdos de un mero hacer automático o mecánico. La experiencia de un maestro viejo, si es de
ese tipo, no sirve para nada. La experiencia es, más bien, lo que los alemanes llaman erleben y
consiste en haber vivido una parte del proceso vital a cuyo proceso ha de incorporarse el niño. Es,
pues, la recopilación de aquellos hechos que han ido resultando en ese proceso, en el vivir
cotidiano de la escuela. La escuela no es una cosa hecha, sino un hacer que el maestro realiza y
cuyo resultado va quedando al borde de su camino. Un maestro que ha vivido veinte años en una
escuela creada por él, cuya escuela no es mero remedo o caricatura de los métodos en boga,
impuestos por la moda europea o americana, sino que responde a las necesidades auténticas del
país y de la raza en el momento histórico en que cumple su labor y de cuya escuela han salido
alumnos que han aprendido a vivir una vida más noble y digna, tiene experiencia. En este primer
caso la experiencia se orienta hacia el futuro, se enlaza con el porvenir. Mas, por otro lado, la
experiencia se enlaza también con el pasado; es la tradición, es el mundo de la historia vivida por
nuestros mayores, es lo que el maestro ha pensado o reflexionado sobre las ideas que ha recibido
de sus maestros o de sus libros; es, en suma, lo que llamamos cultura; que no es sólo el conjunto
de unas cuantas ideas recogidas aquí y allá, sino también la enunciación de ciertos fines sociales
que hay que alcanzar, de ciertos valores encarnados en los hombres ya maduros que sirven de
norma y de ejemplo. Tal es el primer factor: la cultura.
Mas del otro lado tenemos al niño que ha de adquirir una madurez, una experiencia. El proceso
de la educación consiste en la interacción de estas dos fuerzas. Si nos fijamos en una de ellas y nos
desentendemos de la otra, podremos hacer una labor interesante, pero no construiremos una
teoría de la educación, ya que los términos del problema educativo han sido, son y serán siempre
éstos: por un lado el maestro, que representa la cultura, el contenido, la tradición cultural que han
ido acumulando los siglos, la experiencia elaborada en el proceso histórico, el principio de
autoridad. Por otro lado el niño, que es lo no experimentado, lo no maduro, lo instintivo, lo no
sujeto a norma y a regla, la naturaleza espontánea, la iniciativa personal, lo auténticamente nuevo:
la libertad. Cuando se habla de autoridad en la escuela, se está pensando en la cultura; cuando se
habla de libertad, se está pensando en el niño.
Con no poca frecuencia estos dos términos se presentan en conflicto. La vieja educación se ha
apoyado en el término cultura: tradición, autoridad, contenido, saber. Y todo ello incorporado en
la persona del maestro. La nueva educación se ha apoyado en el niño: naturaleza, espontaneidad,
libertad. La vieja educación dice: hay que dar al niño lo que le falta; hay que disminuir las
peculiaridades individuales para que ingrese en el amplio campo de la vida social; hay que
sustituir apariencias casuales por realidades estables y bien ordenadas. Puesto que el niño tiene
que dejar de ser niño, que deje de serlo cuanto antes; se le viste de hombre, se le trata como a un
hombre y se le enseña como al hombre, en menor cantidad pero lo mismo. La nueva educación,
por el contrario, se rebela contra la cultura y anula la vieja escuela. La escuela, dicen, concebida
como recinto de cultura, es algo estrecho y sin el más menudo valor. El niño la detesta porque él
viene de la familia y quiere encontrar un recinto más cálido, más íntimo. La escuela debe ser la
prolongación de la familia, una casa en grande, un gran hogar. Todas las materias de estudio han
de estar al servicio del desarrollo del niño. La finalidad perseguida no es el conocimiento sino la
autorrealización. Ser una persona es mucho más que ser un erudito. El acto de aprender es una
función activa; lo es mucho más para el niño que para el maestro enseñar. Toda acción en el niño,
ha escrito Frobel, es creación; el niño, o está creando o no está haciendo nada; esto es, está muerto.
He aquí las dos grandes direcciones que incluyen en sí a todas las demás. La contienda se libra
entre el niño y el trozo de cultura que tiene que recibir; porque la infancia es período de
aprendizaje y el niño va a la escuela para aprender; tiene que aprender, aprender a vivir, para
realizar su destino, el destino que la naturaleza señala a sus años primeros. Ayer como hoy la
escuela es el campo de batalla de esta pequeña lucha. Y el maestro ha de hacer que no haya
vencedores ni vencidos. El lema de Fichte le servirá de orientación en su camino al realizar la
divina operación educadora. El maestro, frente al niño, al reflexionar en el número infinito de sus
posibilidades, le dirá: "Llega a ser lo que eres".