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HISTORIA DE LA CIENCIA - Progresos en Biología
CHARLES DARWIN : EL ORIGEN DE LAS ESPECIES
El destino de CHARLES DARWIN (1809-1882) se decidió en el momento en que embarcó —en
diciembre 1831— sobre el pequeño barco Beagle para dar la vuelta al mundo. Hasta entonces,
el joven, hijo de un médico, se preparaba sin éxito para la profesión paterna; después cambió
de idea y siguió cursos de teología. Pero en realidad ninguna de esas disciplinas lo atraía, y
prefería realizar frecuentes excursiones con el botánico John Henslow.
Fue
éste quien
recomendó su discípulo al capitán Fitz Roy, comandante del Beagle, para que acompañase a
éste, en calidad de naturalista, en el largo viaje que se proponía emprender. Durante casi cinco
años el pequeño navío cruzó los océanos; así Darwin visitó Santa Elena, Brasil, Chile, Tierra
del Fuego y Australia; hizo escala en los Galápagos, recorriendo islote por islote, explorando
tierras tropicales y subtropicales pletóricas de vida. De este homérico viaje, Darwin trajo todos
los elementos esenciales que le servirían después para elaborar su teoría. Llegó a Inglaterra
con cajas plenas de preciosas colecciones botánicas y zoológicas, pero también trajo algo
mucho más valioso: una prodigiosa cantidad de impresiones, de hechos y de imágenes. "A la
edad en que la sensibilidad es más viva, el juicio más libre, Darwin —nos dice su biógrafo—
estuvo en contacto con las inagotables fuentes de lo real. ¡Qué libros, qué cursos de la
Universidad, hubiesen podido valer por tal enseñanza! Es un cazador de insectos, un simple
coleccionista, el que partió en 1831 hacia tierras lejanas; es un gran naturalista el que regresa
cinco años más tarde a Inglaterra". En el mismo año de su retorno Darwin comenzó a ordenar
y recopilar el primero de sus libros de notas y quince meses después, la obra del economista
THOMAS ROBERT MALTHUS, Ensayo sobre la población (1798) cayó en sus manos dándole
la clave para estructurar su célebre doctrina.
Las observaciones de viaje impusieron a Darwin la convicción de que las especies deben ser
variables. En el archipiélago de los Galápagos notó que las plantas y los animales, sobre todo
las tortugas, pertenecen a especies diferentes según las islas que habitan, sin relación con la
flora y fauna de América. Confronta las variaciones con las condiciones de vida, de clima y el
ambiente geográfico, y llega a la conclusión de que todo ese grupo de seres tenían orígenes
comunes; la diferenciación de cada especie había seguido a su aislamiento en la isla. La
comunidad de descendencia se manifestó, con innegable evidencia, por la analogía estructural
en el interior de una misma familia: "No es notable, escribe, que la mano del hombre, la pata
del caballo, la aleta de la marsopa y el ala del murciélago estén todas construidas sobre un
mismo modelo, formadas por huesos que guardan entre ellos las mismas proporciones
relativas". Las excavaciones practicadas en América del Sur por Darwin le ofrecen otros
argumentos en apoyo de su tesis; comprobó la sorprendente semejanza entre las osamentas
fósiles de los antiguos desdentados (tato) y las de los que hoy habitan la misma región. ¿Cómo
suponer que la analogía fue obra del azar? ¿No es más
lógico admitir una filiación entre la
especie extinguida y la actual? "Toda clasificación, concluye Darwin, debe ser genealógica, la
comunidad de descendencia es el eslabón escondido que los naturalistas, sin tener conciencia
de ello, siempre han buscado". A estas pruebas suministradas por la Morfología y la
Paleontología, se agrega el testimonio de la Embriología: en efecto, la similitud entre los
embriones de una misma familia es todavía más completa que la de los organismos adultos.
Fuera de las tres fuentes indicadas, una aplastante cantidad de hechos, que impresionaron
tanto por la precisión de los detalles como por la sagacidad crítica con que fueron presentados,
condujeron a Darwin al postulado fundamental de su doctrina: las formas vivientes derivan
unas de otras por evolución.
¿Cuál es el mecanismo que transforma las especies y determina la evolución? La selección
natural, contesta Darwin. El número de los individuos que nacen es superior al del alimento
disponible para que sobrevivan. Muchos sucumbirán en la ineluctable lucha por la vida. Por
otra parte, no hay dos individuos dentro de la misma especie que sean idénticos. Las pequeñas
variaciones que los distinguen pueden ser ventajosas a uno, desventajosas a otro, en la lucha
por la existencia, donde sólo los más fuertes, los más aptos, llegan a sobrevivir y a procrear.
Estos transmiten los caracteres favorables a su descendencia. Una vez más, sólo llegan a
procrear, entre los descendientes, los que se distinguen por las aptitudes más ventajosas. Así,
insensiblemente las diferencias se acrecientan: una verdadera selección se opera, dando
nacimiento en el curso del tiempo a una especie nueva. La naturaleza repite, pues, en gran
escala el procedimiento de los ganaderos y agricultores, que eligen —por selección artificial—
los reproductores más convenientes, tarea que tiende a desarrollar mejores razas. En uno u
otro caso, las diferencias originalmente ínfimas se acumulan por la potencia de la herencia y
modifican la especie.
Tales son los principios generales de la teoría darwiniana. El genial naturalista empleó,
después de su gran viaje, veinte años para realizar experiencias de cruzamiento, leer y
compilar centenares de tratados y millares de artículos, estudiar la distribución geográfica y
geológica de plantas y animales, reuniendo abrumador número de hechos en favor de su
doctrina. Por fin, en 1859, apareció el Origen de las especies, hecho memorable no sólo en la
historia de la Biología, sino también en la historia del pensamiento humano. El día mismo de
su publicación fueron agotados los 1.200 ejemplares impresos, y en menos de diez años el libro
fue traducido a todos los idiomas de las naciones civilizadas.