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HISTORIA DE LA CIENCIA - Galileo y su obra
PRIMERA EXPLORACION TELESCOPICA DEL CIELO
GALILEO GALILEI (1564-1642), cuya gigantesca figura surge en medio de la luz que emana
del gran siglo renacentista, era ya ilustre en Pisa y en Padua por sus fundamentales
investigaciones en el dominio de la mecánica cuando sus descubrimientos astronómicos
llevaron su fama hasta los rincones más apartados de Europa. En enero de 1610 dirigió su
telescopio hacia el firmamento: cráteres y cadenas montañosas de la Luna se revelaron por
primera vez a los ojos del hombre, y permitieron a Galileo calcular la altura de algunos picos
basándose en la longitud de sus sombras. La Vía Láctea se disuelve en una legión de pequeñas
estrellas y Venus muestra fases semejantes a las de la Luna. Galileo enfoca a Júpiter y descubre
cuatro satélites en torno del planeta. Mira a Saturno y observa su enigmático triple aspecto,
primer indicio del anillo que cerca al extraordinario planeta. Por último, apunta su telescopio
hacia el Sol, y percibe sobre el globo de éste numerosas manchas que se desplazan y ponen de
manifiesto la rotación del astro rey.
Tal vez hoy nos parezca que cualquier investigador puesto por feliz azar en posesión del
primer telescopio hubiera descubierto esos fenómenos sobresalientes del sistema solar y de la
Galaxia. Sin embargo, al privilegio de haber sido el primero entre los habitantes de la Tierra
que discernió tantos milagros hasta entonces escondidos para ojos humanos, Galileo agrega el
mérito de haber transformado los nuevos hechos en otros tantos puntos de partida para llegar
a ulteriores e imprevistos conocimientos: las montañas lunares le sirven para la triangulación
de las elevaciones del satélite; con sus frecuentes eclipses, las lunas en torno de Júpiter le
suministran un método para determinar la longitud geográfica de un lugar dado; las manchas
solares le permiten establecer el período de rotación del Sol. Además, la visible semejanza de
la naturaleza lunar con la terrestre y la presencia de manchas oscuras en el Sol, arquetipo
aristotélico de la sustancia pura y etérea, brindan al gran pisano imbatibles argumentos contra
el axioma cardinal de la antigua astrofísica: la pretendida dualidad de la materia celeste, ígnea
y eterna, y de la materia sublunar, pesada, oscura y perecedera. Por supuesto, la unidad
material del Universo que Galileo acaba de entrever encierra una conclusión de orden ético
cuyos alcances no se limitan a la Astronomía, sino que apuntan hacia problemas básicos de la
cosmovisión general del hombre: asigna a la Tierra nueva posición en la jerarquía de los astros
y confiere nueva dignidad al hombre en el orden moral del Universo. Hasta el momento en
que Galileo inicia la exploración telescópica del espacio celeste, el conjunto de los
acontecimientos terrestres fue considerado como un grupo de fenómenos secundarios que
dependen de los fenómenos primarios del firmamento. Galileo vuelca la consagrada jerarquía,
es el primer investigador que mide con cartabón terrestre al cielo. La clave del misterio del
Cosmos, enseña, es ilusorio buscarla en esotéricos secretos del firmamento y de los astros; la
clave se encuentra en la naturaleza terrestre, puesto que la Tierra no es distinta de los astros.
Con mucha mayor razón que el ingenuo relato de sus hallazgos astronómicos son estas ideas
—la inversión de la jerarquía del orden ético y físico del Universo— las que forman el
contenido esencial del Mensajero celeste (1610), libro que sirve de introducción a los trabajos
astronómicos de Galileo. El Mensajero —escrito pequeño por su tamaño, enorme por sus
alcances— traduce en realidades cósmicas el lema de Protágoras que hace del hombre medida
de todas las cosas. Con este pequeño libro del gran toscano —y no con la obra de Copérnico y
de Kepler— se separan el cielo de la Teología y el cielo de la Ciencia.