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HISTORIA MEDIEVAL - Los reinos Feudales
GERMANIA
Los carolingios alemanes fueron menos afortunados aún que los franceses. Ya, en los primeros
años del siglo X —exactamente en 911— la dinastía se extinguió con Luis el Joven. Los señores
feudales resolvieron entonces que, de allí en adelante, el poder seguiría siendo electivo y no se
admitirían privilegios dinásticos, de modo que, en cada caso, se designara rey al que pareciera
más capaz. En rigor, lo que se perseguía era que el elegido careciera de poder efectivo sobre
los señores.
Mientras tanto, durante el siglo IX, se habían constituido en Germania cuatro grandes
ducados, cuyos señores se consideraban tan poderosos que no podían admitir sobre sí sino
una autoridad real puramente nominal. Estos ducados eran los de Sajonia, Franconia, Suabia y
Baviera; el de Sajonia comprendía toda la vasta llanura que se extiende a lo largo de la costa
del mar del Norte; el de Franconia comprendía
todo el valle del río Meno; el de Suabia
correspondía a las regiones montañosas comprendidas en la zona de la Selva Negra y los
Alpes de Suabia; y, finalmente, formaban la Baviera las tierras del alto Danubio hasta los
Alpes. Cada uno de estos ducados se dividía en numerosos señoríos, de modo que sus duques
poseían ingentes recursos propios, lo que les permitió mantener su independencia; era, pues,
natural que los últimos carolingios no pudieran defender su posición frente a tales vasallos,
sobre todo si se tiene en cuenta que las invasiones de eslavos, húngaros y normandos
favorecieron la autoridad de los señores locales.
En 911, los grandes feudales eligieron rey al duque de Franconia, Conrado I. A su muerte, en
918, ocupó el trono un duque sajón, Enrique I, cuya política estuvo destinada a comprometer a
los señores para que, después de él, eligieran a su hijo; dádivas y promesas aseguraron esta
elección; y como sus sucesores hicieron lo mismo, durante casi un siglo los señores alemanes
eligieron reyes a los duques sajones, que formaron, así, una dinastía que reinó hasta el año
1002. De todos, fue Otón I el Grande, el hijo de Enrique, el más ilustre por sus hechos y por el
rumbo que dio a la política del reino germánico.
Otón el Grande se propuso, como los Capetos en Francia y pese a su origen señorial, afirmar el
poder monárquico. Desde que subió al trono, en 936, procuró reprimir la autoridad de los
señores, para lo cual, además de combatirlos hasta lograr la debida obediencia, adoptó algunas
sabias medidas de gobierno; así, por ejemplo, otorgó tierras a los dignatarios eclesiásticos en el
seno de los feudos, con lo cual procuró asegurarse un aliado, pues él se reservaba la
designación de obispos y abades; además, designó condes palatinos encargados de representar
su autoridad en los distintos feudos, y de ese modo pudo vigilar constantemente a los feudales
más soberbios.
Su política se afirmó con sus éxitos. No sólo logró derrotar a los húngaros en la batalla de
Lech, sino que consiguió coronarse rey de Italia; pero no se detuvo allí; la posesión de Italia
por un rey poderoso parecía asegurar a su dominador la corona imperial, y Otón la solicitó con
éxito: el papa Juan XII lo coronó en 962, y así cobró de nuevo existencia el antiguo imperio, por
tantos años desaparecido. Se conoció la nueva entidad con el nombre de Sacro Imperio
Romano Germánico, por el
origen de la investidura y por el núcleo político que ahora
constituía su principal punto de apoyo; porque, en efecto, aunque su título no fue discutido, en
la práctica sólo tuvo valor en el antiguo reino de Germania.
OTON EL GRANDE. El grabado reproduce la imagen del fundador del Sacro Imperio
Romano Germánico rodeado por los magnates.
Los sucesores de Otón I no supieron mantener la autoridad que el fundador del imperio había
establecido. Los señores feudales lograron, entonces, reivindicar su independencia, y, pese a la
corona imperial que ostentaban, el poder de los reyes no fue sino el de un señor más. Por otra
parte, la política de Otón I había legado al imperio algunos problemas graves; en efecto, tanto
la pretensión del emperador de ejercer una efectiva autoridad en Italia como la de designar a
los señores de los feudos eclesiásticos en Alemania, hicieron cada vez más tensas las relaciones
entre el imperio y el papado. Así se originó un conflicto que estallaría en el siglo siguiente,
durante el gobierno de los emperadores franconios.
En 1002, la dinastía sajona concluyó y fue elegido un duque de Baviera; pero a su muerte, los
señores designaron rey a Conrado II, duque de Franconia, el cual, por medios semejantes a los
utilizados por Enrique I, aseguró para su descendencia la corona real y, con ella, el título
imperial. Durante el reinado de Conrado II se unió al reino de Germania el reino de Arles,
nombre con que por entonces se conocía a todo el valle de los ríos Ródano y Saona, lo cual,
unido a la posesión del norte de Italia, daba a los reyes alemanes una extraordinaria
gravitación en Europa. Su sucesor, Enrique III, gobernó el imperio desde 1039 hasta 1056 y, al
morir, legó el trono a su hijo Enrique, cuya corta edad obligó a que los destinos del reino
quedaran en manos de la reina madre, la regente Agnese. Esta circunstancia fue fatal; hasta la
mayoría de edad de Enrique IV todos los problemas que estaban latentes en el reino se
desataron y así se inició una época de total predominio feudal, que el papado —ahora
robustecido bajo las inspiraciones de la orden de Cluny
quiso aprovechar para afirmar su
poder en desmedro de la autoridad imperial.
Así ocurrió; llegado a su mayoría Enrique IV, pretendió ejercer el poder como lo habían hecho
los más enérgicos de sus predecesores; pero la situación no le era favorable; los grandes
feudales se sublevaban a cada instante y, sobre todo, contaban con el auxilio del papado, que
los instigaba a rebelarse contra el emperador. Enrique IV decidió afrontar la situación con
energía no exenta de violencia. El papa Gregorio VII sostuvo que era derecho del pontífice el
nombrar a los obispos, y exigió que el emperador se abstuviera de hacerlo; el emperador, por
su parte, quiso hacer condenar al papa por un concilio de obispos alemanes, y el papa
respondió con la excomunión. En esta situación, el rey no tenía otra salida que defender sus
derechos por la fuerza, pero su excomunión autorizaba a sus vasallos a desentenderse de sus
juramentos, de modo que no podía contar con la ayuda de sus guerreros. No tuvo el
emperador, pues, otra posibilidad que ceder, y así lo hizo, presentándose en el castillo de
Canosa, en Italia, donde residía el papa, para solicitar humildemente el perdón de sus
pecados.
Gregorio VII perdonó al emperador y le levantó la excomunión, no sin humillarlo de modo tan
patente que no quedara duda alguna de la superioridad del poder del papado sobre el del
emperador. Pero Enrique IV no contaba con soportar definitivamente esta situación. Vuelto a
Alemania, recibió de nuevo la obediencia de sus vasallos, y, lentamente, trató de ajustar los
resortes de su autoridad para impedir que volvieran a repetirse los intentos de sublevación.
Una vez que lo hubo conseguido, el emperador marchó sobre Italia y se apoderó de Roma; el
papa había salido de la ciudad y murió poco después; pero sus sucesores se mantuvieron
firmes en la defensa de sus derechos y el conflicto con el imperio siguió arrastrándose durante
muchos años.
Durante el reinado del sucesor de Enrique IV —su hijo, Enrique V— se llegó a una fórmula
transaccional. El emperador y el papa Calixto II firmaron en 1122 el concordato de Worms, por
el cual se convenía en que el papa nombraría a los obispos, pero que éstos no entrarían en
posesión de los feudos que les correspondían si no recibían la investidura del emperador. De
ese modo quedó zanjado el conflicto que se conoce con el nombre de Querella de las
investiduras, y que corresponde al momento de mayor autoridad que el papado alcanzó en
Europa.
Tras el reinado de Lotario, duque de Sajonia, llegó al poder Conrado III, duque de Suabia,
quien aseguró también a sus descendientes el trono imperial. Su hijo, Federico I, llamado
Federico Barbarroja, fue, sin duda, la figura más destacada de la dinastía y, acaso, del imperio.
Llegó al trono en 1152 y reveló muy pronto su decisión de gobernar como un monarca
absoluto, y no solamente en Germania, sino en Italia también. Era ya la época en que el
comercio comenzaba a reanudarse en Italia, y las ciudades del Norte de la península
aseguraban a sus señores abundantes rentas que el emperador no quería dejar escapar.
Tanto en Alemania como en Italia, su política encontró serias resistencias. Detrás de los
señores feudales alemanes y detrás de los burgueses italianos estaba la mano del papado, que
no vacilaba en soliviantar a los vasallos del emperador con el fin de minar su poder. Federico
Barbarroja combatió a unos y otros con energía. Pero si bien logró someter a todos sus vasallos
en Alemania, fracasó al cabo en Italia, donde las ciudades lombardas, unidas en una liga cuya
política recibía sus inspiraciones de Roma, lo vencieron en la batalla de Legnano en 1176.
Desde entonces, Federico debió contentarse con un señorío nominal sobre Italia; pero ni allí
desaparecieron sus partidarios, ni en Alemania, donde había triunfado, desaparecieron los del
papa; en efecto, todo el imperio se dividió en dos grandes fracciones, la de güelfos y la de
gibelinos, cuyas luchas fueron crueles y socavaron la estabilidad del imperio hasta empujarlo a
su desintegración política.
A la muerte de Federico I reinó su hijo Enrique VI, quien, por matrimonio, logró incorporar al
imperio el reino de las Dos Sicilias, en el sur de Italia; de ese modo, los Estados pontificios
quedaron encerrados entre las posesiones del imperio, situación que movió al papado a
extremar sus esfuerzos para abatir el poder imperial. Las consecuencias de esta política debió
afrontarlas Federico II, nieto de Barbarroja, que llegó al poder en 1220. Comenzó entonces la
etapa más dramática del duelo entre el papado y el imperio, y al morir el emperador en 1250,
el triunfo del primero se manifestó en un hecho extraordinario: se dejó de elegir emperador, y
durante veintitrés años el imperio se mantuvo disgregado. Este período —el gran interregno
alemán—permitió que se desarrollaran extraordinariamente algunos Estados, especialmente
las ciudades comerciales e industriales de Italia y de Alemania, que, por entonces, alcanzaron
una casi total autonomía.