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HISTORIA MEDIEVAL - Los reinos Feudales
ESPAÑA
España había sido unificada por los visigodos, cuyo reino subsistió hasta que, en el año 711, lo
abatieron los invasores musulmanes. Vencido el rey Rodrigo en la batalla del Guadalete, los
visigodos emprendieron una retirada vertiginosa perseguidos por las huestes islámicas;
muchos de ellos cayeron bajo la dominación de los invasores, que, en dos años, completaron la
conquista de casi toda la península; pero otros, en cambio, lograron escapar y refugiarse en el
reino franco o en las regiones montañosas del norte, zona ésta donde la población astur había
conservado cierta independencia gracias a lo abrupto de aquellas comarcas. Allí se formó un
conglomerado de gentes que pudo hacer frente a los intentos de avasallamiento que hicieron
los musulmanes.
En efecto, repetidas veces quisieron los invasores forzar el último reducto de la resistencia,
pero los desfiladeros de los Cantábricos dificultaban la empresa, y, en 722, según parece, los
astures lograron derrotarlos en la batalla de Covadonga. Mandaba entonces las huestes
cristianas el conde don Pelayo, que desde entonces asumió la corona del nuevo reino astur,
cuya capital quedó emplazada en Cangas de Onís. A partir de esos años, el pequeño reino
cristiano empezó a afirmarse y a extenderse por los valles vecinos. Los musulmanes, por su
parte, se extendieron hacia el nordeste, llegaron al Pirineo y cruzaron las montañas; es sabido
cómo los detuvo en 732 el mayordomo real del reino franco, Carlos Martel, en la batalla de
Poitiers; pero, pese a la derrota, los musulmanes conservaron el sur de Francia.
La Península Ibérica quedó, así, dividida en dos zonas: la España musulmana y la España
cristiana. La España musulmana fue durante estos primeros siglos de la conquista la región
más civilizada y rica. Comprendía casi toda la península y, hasta mediados del siglo mi, fue
una dependencia del califato de Damasco; pero al producirse la guerra civil que dio el triunfo
a los abbasidas, un descendiente de la dinastía depuesta de los omeyas, Abderramán, llegó a
España y logró que se reconociera la legitimidad de su derecho; en consecuencia, España se
constituyó como un emirato independiente que los abbasidas no pudieron reducir pese a los
esfuerzos que hicieron. Más tarde, en 912, Abderramán III se proclamó califa, y desde entonces
la sede de su poder, Córdoba, adquirió un extraordinario brillo no sólo por su poderío
material sino también por el desarrollo de su cultura.
Los emires y los califas quisieron contener el desarrollo del reino astur; pero el esfuerzo
continuado y tesonero de las huestes cristianas logró vencer las reiteradas ofensivas islámicas
y el pequeño reino se extendió poco a poco hacia Galicia y León. Después de haber sido
Oviedo la capital del reino, León adquirió esta jerarquía, y la conquista continuó aun más
hacia el sur, en los campos castellanos. En el siglo X el territorio astur-leonés llegaba hasta el
Duero y cada año se realizaban nuevos esfuerzos para adelantar la línea fronteriza hacia el sur;
así surgió el condado de Castilla como provincia fronteriza, erizada de castillos, los cuales le
prestaban una fisonomía tan singular que le dio su nombre a la comarca. Tal importancia
adquirió la provincia fronteriza, que muy pronto se separó del tronco común para constituir
un reino independiente; pero volvió luego a
unirse, esta vez con caracteres de región
hegemónica, y, así, la totalidad del reino cristiano del Noroeste comenzó a llamarse Castilla.
Mientras tanto, en el Nordeste, nuevas contingencias habían contribuido a provocar el
retroceso de los musulmanes. Luego de varias campañas, Carlomagno había conseguido no
sólo expulsar a los musulmanes de Francia, sino también arrebatarles la zona comprendida
entre el Ebro y el Pirineo aproximadamente. Después del tratado de Verdún, en 843, esta
región corrió la suerte de todo el Imperio Carolingio y se parceló en dos estados feudales: el
condado de Barcelona y el reino de Navarra, del primero de los cuales se desprendió luego el
reino de Aragón. Así, al comenzar el siglo XI, se sumaban al reino de Castilla estos tres estados
cristianos en el norte de la península.
El destino de las dos Españas sufrió en el siglo XI una transformación radical. En el año 1031,
el califato de Córdoba cayó en medio de la guerra civil y su territorio se distribuyó en una serie
de reinos independientes llamados reinos de Taifas. Esta atomización del mundo musulmán
fue inmediatamente aprovechada por los reinos cristianos, que redoblaron sus esfuerzos para
apresurar la conquista del territorio. En 1085, el rey de Castilla, Alfonso VI, llegó al río Tajo y
consiguió tomar la ciudad de Toledo, antigua capital visigoda y uno de los puntos estratégicos
más importantes de la península; al mismo tiempo, los aragoneses comenzaban a bajar por la
costa mediterránea y amenazaban los reinos del Levante; en tal situación, los reyes
musulmanes pidieron auxilio a una población africana, los almorávides, para contener a los
cristianos.
Al mando de Yusuf, los almorávides entraron en España y presentaron batalla a los cristianos.
Alfonso VI fue derrotado en la batalla de Zalaca, en 1086, pero logró retener Toledo; los
almorávides hubieran podido sacar mejor provecho de su victoria, pero bien pronto entraron
en conflicto con los reinos de Taifas, porque demostraron su afán de quedarse en la península
y reconstruir en su provecho el califato; las consecuencias no se hicieron esperar y los
castellanos retomaron la ofensiva. En el Levante, un caballero castellano, Rui Díaz de Vivar,
conocido como el Cid Campeador, consiguió conquistar Valencia, y, entre tanto, el rey
castellano logró restablecer su dominación en
las zonas que los almorávides le habían
arrebatado en los últimos tiempos.
Viendo en peligro otra vez sus posiciones, los reyes musulmanes llamaron en su auxilio a otro
pueblo africano: los almohades. En 1195, el rey de Castilla, Alfonso VIII, quedó derrotado en la
batalla de Alarcos y todo parecía asegurar un poderoso avance de las huestes musulmanas.
Pero en ese momento se combatía en todo el Mediterráneo contra los infieles y le fue fácil al
rey organizar una verdadera cruzada en España. En 1212, Alfonso VIII tomó su desquite; pese
a que, al fin, quedaron solas las fuerzas del rey castellano, los musulmanes cayeron derrotados
en la batalla de las Navas de Tolosa.
Durante la primera mitad del siglo XIII reinó en Castilla Fernando III, llamado el Santo. Sus
repetidas campañas le dieron el dominio de casi toda Andalucía, las más poderosas ciudades
cayeron en sus manos, y los musulmanes se fueron replegando hacia las montañas de Sierra
Nevada, donde quedó constituido su último baluarte, el reino de Granada, que conservarían
hasta fines del siglo XV.
Después de Fernando III la reconquista cristiana de España se contuvo por mucho tiempo;
hubo acciones parciales e intrascendentes, pero las guerras civiles que estallaron en Castilla y
la falta de interés por esa empresa que demostró el reino de Aragón permitieron al reino
granadino subsistir con cierta tranquilidad.
En Castilla reinó, después de Fernando, Alfonso X el Sabio. Su reinado fue harto desgraciado
por las guerras que se suscitaron entre los miembros de la casa real, pero fue particularmente
brillante en otros aspectos. El apelativo con que se conoció al rey no se debió sólo al interés que
por los estudios demostró él mismo, sino también a la preocupación general que se mostró por
ellos, y que el monarca estimuló decididamente. De esta época es la redacción de la Crónica
General, las Siete Partidas y algunas otras obras importantes en las que colaboró el propio rey.
El código de las Siete Partidas no llegó a tener absoluta vigencia, pero sus principios
influyeron mucho en el desarrollo político y jurídico de España; se trasunta en él una
tendencia a restaurar los principios del derecho romano, tendencia generalizada por entonces
en Europa y que recibía el apoyo de los reyes porque contribuían a afirmar su poder. Alfonso
el Sabio, en efecto, procuró estimular el desarrollo de la burguesía de las ciudades, y dio
marcada importancia a las cortes, en las que se reunían representantes de todos los grupos
sociales del reino, pero su afán era consolidar su propio poder; sólo las necesidades de la
reconquista y la defensa de las posiciones avanzadas permitieron a los señores feudales de
España mantener sus derechos y privilegios.
Si en Castilla lograron los señores defender sus derechos, no tuvieron menos éxito en Aragón,
donde consiguieron, en 1283, que el rey Pedro III reconociera la validez del Privilegio General
que le impusieron, por el cual se limitaban los derechos reales y se sancionaban los que
correspondían a los señores; sin embargo, la burguesía aragonesa se afirmaba poco a poco,
gracias a los espléndidos resultados de su acción comercial en el Mediterráneo, y paso a paso
conseguiría afirmar su posición social.
ALFONSO VIII Y LA REINA DE CASTILLA LEONOR. Una miniatura del Cartulario de Uclés
muestra las imágenes de los reyes como protectores de la Orden de Santiago. Obsérvese el
signo de Cristo y la inicial del texto.