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HISTORIA MEDIEVAL - Los musulmanes 
LA VIDA Y LA DOCTRINA DE MAHOMA
Temperamento místico, Mahoma se vio obligado por las necesidades de la vida a ocuparse en
el tráfico de las caravanas. Esta actividad le permitió entrar en contacto con algunas
comunidades judías y cristianas del norte de Arabia y de Siria, de las que aprendió los
principios del monoteísmo. Así se fue preparando su espíritu, que cada día se inclinó más a la
meditación, hasta sentirse, un día, inspirado por una revelación divina que le ordenaba
predicar. Ya por entonces había abandonado los viajes, pues su casamiento con Kadidja le
permitió vivir en La Meca sin preocuparse de nada que no fuera su propio pensamiento.
Mahoma comenzó entonces a ordenar sus ideas y empezó a enseñar, en el seno de su familia y
sus amigos, una doctrina religiosa en la que se mezclaban algunos elementos de la antigua
creencia de los árabes con otros sacados de las religiones vecinas.
Esta doctrina era monoteísta y, en consecuencia, representaba un peligro para el templo de La
Caaba. Los koreichitas se sintieron amenazados, y, cuando vieron que comenzaba Mahoma a
hacer adeptos, decidieron perseguirlo hasta lograr que saliera de la ciudad.
En el año 622, Mahoma huyó de La Meca y se refugió en Yatreb, ciudad que después se llamó
Medina. Esta fecha fue considerada luego como el punto de partida de la era musulmana, que
se conoce con el nombre de Hégira, esto es, huída. En Yatreb halló Mahoma mejor acogida
para su enseñanza, porque allí no se oponían a ella los intereses del santuario y porque,
además, el contacto con hebreos y cristianos hacía menos extraña una doctrina monoteísta.
Poco después el número de sus fieles había crecido mucho, no sólo porque Mahoma estaba
cada vez más apasionado por su fe, sino porque había sabido amoldar su doctrina a las
modalidades de su pueblo. En efecto, Mahoma había abandonado los preceptos de paz del
cristianismo y enseñaba ahora, en cambio, la necesidad de la guerra santa contra los infieles;
de ese modo, los hábitos belicosos de los árabes encontraban una derivación apropiada.
Cuando se consideró suficientemente fuerte, Mahoma ordenó a sus fieles la conquista de La
Meca. La ciudad cayó en sus manos en el año 630 y muy pronto obtuvo el Profeta —como se le
empezó a llamar— la sumisión y la conversión de casi todos los árabes. Dos años
después
moría, pero su fe estaba ya definitivamente arraigada.
La doctrina de Mahoma reposaba sobre la creencia en un solo Dios, al que conocía con el
nombre de Alá. A su alrededor había ángeles y genios, y su existencia se había anunciado ya
antes por varios profetas: Moisés y Jesús entre ellos; pero sólo Mahoma había traído la palabra
definitiva. Cediendo a las predisposiciones del espíritu árabe, Mahoma sostenía que los
designios de Alá eran insondables y que sólo cabía resignarse ante su fatalidad. Esta
resignación —el Islam— constituía el acto fundamental de la fe musulmana, que, de ese modo,
afirmaba la predestinación del hombre. Sin embargo, y como resultado de su contacto con las
doctrinas hebreo-cristianas, Mahoma anunciaba también el juicio final, en el que todos los
hombres recibirían el premio o el castigo que hubiera merecido su conducta en la tierra.
Esta doctrina incluía, subsidiariamente, consejos de toda índole respecto a múltiples aspectos
de la vida cotidiana. Mahoma hablaba con cierto desorden y sus palabras eran recogidas por
algunos de sus discípulos con la mayor fidelidad posible; cuando murió y esas palabras
adquirieron carácter sagrado, se ordenó compilarlas en un libro que se llamó El Corán. Su
texto definitivo fue establecido por orden del califa Otmán en 653, y consta de 114 suratas o
capítulos que se agrupan en tres series: una de llamadas a la fe y de anatemas contra los
incrédulos; otra sobre el papel de Mahoma, y otra de preceptos religiosos y civiles para la
comunidad de los creyentes.
La doctrina islámica se hizo muy formalista y exigió el riguroso cumplimiento de ciertos ritos,
algunos de los cuales son resabios de la antigua tradición árabe. Los fieles debían hacer sus
plegarias cinco veces por día, ofrendar la limosna, hacer las abluciones purificatorias y el
ayuno en el mes de Ramadán, realizar un peregrinaje a La Meca —una vez al año, primero, y
una vez en la vida cuando el mundo islámico se extendió—y, finalmente, hacer la guerra santa
a los infieles. Quien cumpliera rigurosamente estos preceptos era un buen musulmán y
merecería la salvación eterna.