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HISTORIA MEDIEVAL - La Europa feudal 
LA VIDA Y LAS COSTUMBRES. LOS SEÑORES
Cualesquiera fueran las diferencias que los separaran en la escala feudal, los señores
participaban todos de una misma concepción de la vida. Querían alcanzar la gloria terrena y la
salvación eterna mediante el ejercicio de la heroicidad, y dedicaban su vida a luchar, fuera con
los infieles, o con los enemigos propios o los de su señor. Cuando no guerreaban, se
preparaban para la lucha mediante la ejercitación que les proporcionaban las cacerías de
animales feroces o los torneos, que eran los deportes caballerescos por excelencia.
Generalmente, los caballeros vivían en su propio castillo o en el castillo de su señor. Era el
castillo una vasta residencia fortificada en la que, además de los recintos dedicados a vivienda,
había amplios espacios para alojar a los pobladores de la zona y para guardar los ganados y las
cosechas en caso de ataque de los enemigos. El castillo había sido en un principio nada más
que un recinto fortificado mediante un terraplén y una empalizada de madera, en cuyo
interior se levantaba una torre para avizorar al enemigo; pero, poco a poco, los señores fueron
levantando murallas de piedra para protegerse mejor, al tiempo que edificaban en el interior
todas las construcciones necesarias. En los últimos siglos del feudalismo, los castillos eran
enormes construcciones que podían considerarse no sólo cómodas sino también
inexpugnables.
Al llegar al castillo, lo primero que se encontraba era el foso, generalmente cubierto de agua, y
que sólo podía cruzarse a través de un puente levadizo que al mismo tiempo servía de puerta
al castillo. El segundo obstáculo para el enemigo era la muralla exterior, generalmente tan
ancha como para que las guardias pudieran caminar por su borde superior; ese camino estaba
protegido mediante almenas que permitían guarecerse de las armas arrojadizas del enemigo,
y, de tanto en tanto, había balcones desde cuyos salientes se podía atacar al que había logrado
acercarse al pie de la muralla. Pesadas rejas que cerraban las puertas constituían la primera
defensa. Generalmente, había dentro de ese recinto otro interior con otra muralla; dentro de él
estaba la residencia del señor, compuesta de la capilla, las habitaciones privadas, las
habitaciones para huéspedes de calidad, las caballerizas y dependencias, y la gran torre donde
estaba la sala para ceremonias, llamada torre del homenaje. Allí se hacían las reuniones a que
solía convocar a sus vasallos cada señor, ya para obsequiarlos con suntuosos festines, ya para
presenciar el juramento de otro vasallo o para cualquier solemnidad pública o privada.
Finalmente, fuera de ese recinto interior, estaban los graneros y los establos, los cobertizos
para alojar a los que se acogían a la protección del señor, y el gran patio del castillo donde se
hacían las reuniones al aire libre y, a veces, los torneos.
En estas residencias, algo sombrías porque la seguridad exigía que no abundaran las
aberturas, solían pasar los señores largas temporadas, tanto por razones de clima como por
razones de precaución. En ese tiempo, trovadores, juglares y titiriteros alegraban las largas
veladas, mientras las mujeres hilaban o tejían; así se divulgaron los romances épicos, en los
que se narraban las hazañas de los caballeros. Cuando comenzaba la primavera, los caballeros
iniciaban sus campañas o, si no tenían enemigos que combatir, se dedicaban a la caza u
organizaban torneos; eran es- tos últimos simulacros de combate, generalmente con las armas
embotadas, en los cuales se lucía la destreza, la fuerza y la caballerosidad de los contendientes.
Si un señor tenía que hacer la guerra a otro señor o acudir a regiones apartadas, se convocaba
para determinado día a todos los vasallos, quienes debían concurrir con todos sus hombres,
provistos de todas sus armas, y con el número de auxiliares que pudieran o conviniera para la
empresa. Así integrada, la pequeña hueste —pues nunca solía ser muy numerosa— emprendía
la campaña a las órdenes del señor; pero este mando era más aparente que real, porque
durante esta época se había olvidado la táctica conjunta y, en realidad, el combate no era sino
un conjunto de duelos parciales. Las operaciones solían comenzar con la depredación de las
tierras del enemigo y concluían en batalla campal, aunque no era raro que uno de los
combatientes se refugiara en su castillo y se sometiera al asedio que iniciaba entonces su
enemigo. También era frecuente que la guerra se decidiera mediante una lucha singular entre
dos caballeros que representaban sus respectivos bandos.
Así transcurría la existencia de estos señores, que consideraban deshonroso dedicar parte de
su tiempo a la lectura y el estudio; no poseían otra cultura que la que emanaba de las
enseñanzas religiosas, ni realizaban otro ejercicio espiritual que el que exigía la práctica celosa
del culto. Puede decirse que, durante la época feudal, sólo los clérigos mantuvieron el interés
por el cultivo del espíritu, y esto, a veces, con bastantes limitaciones. Pero nuevas fuerzas
comenzarían a trabajar para renovar este sistema social, y una de ellas fue la preocupación que
apareció en cierto grupo por el saber.
ASALTO DE UNA CIUDAD. Las ciudades medievales descansaban en la seguridad que
ofrecían sus murallas, desde lo alto de cuyas torres podían arrojarse proyectiles de todas clases
contra los enemigos. Pero había también una técnica para tomarlas, acercándose a los muros
para socavar sus cimientos, derribando las puertas e incendiándolas. El grabado muestra las
armaduras y las armas que se utilizaban en el ataque contra estas fortalezas.