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DERECHO PRIVADO – Los bienes, la propiedad y sus modificaciones
CONCEPTO VERDADERO DE INMUEBLE Y MUEBLE
De todos modos, en el orden positivo una cosa es como inmueble verdadero la tierra y el
edificio, y otra cosa todos los demás elementos que se llaman inmuebles por su aplicación,
como la valla de un cercado, la puerta de un edificio, la cosecha recién segada, la máquina
elevadora de agua. Para aclarar bien las cosas, de aquí en adelante entenderemos por
inmueble la tierra y las casas. Esta separación nos trae al estudio una diferencia esencial. ¿A
quién pertenecen esos inmuebles? La respuesta históricamente es una, salvo en tiempos muy
remotos: al hombre. El hombre es el dueño de la tierra y toda la organización social depende
de ese concepto. El hombre que tiene tierra propia o dinero para adquirirla, es el amo de la
sociedad. El que no tiene tierra propia ni dinero para comprarla, es un mero siervo y vive
siempre dependiendo del amo de la tierra. No hay para él verdadera libertad y no es dueño
de sus acciones ni de sus iniciativas. Es libre el que es dueño de la tierra. El que no tiene
tierra suya no puede mirar como cosa propia ni los palmos de terreno en que nace ni los
palmos de terreno en que muere.
¿Cuál es la razón? Muy sencilla. La única fuente legítima de la propiedad es el trabajo. El
hombre es dueño de aquello que crea y no lo es de aquello que la naturaleza le da creado. El
viento, los depósitos y corrientes de agua, el calor, el sol, todo lo que la naturaleza brinda por
ley elemental, son cosas que sólo a la propia naturaleza corresponden y que pertenecen a la
sociedad, o sea al común de las gentes. ¿Se concebiría que un hombre fuese dueño del sol y
entoldase toda una ciudad para privar de su luz a cuantos la habitasen? ¿Se entendería que
fuese dueño del aire y amurallase el curso del viento adueñándose de toda su frescura?
Evidentemente, no. Si se quiere comprender más vivamente el ejemplo, debemos pensar en
las corrientes de agua. Nadie podrá apropiarse íntegramente de un río. El río es de la
sociedad, y los particulares podrán adueñarse, por concesión o por arrendamiento, tantos o
cuantos litros o metros cúbicos, pero la parte de agua no arrendada seguirá siendo libre, a
disposición de quien la quiera explotar. No podrá haber nadie que diga: el Guadalquivir es
mío, el Paraná es mío, el Río de la Plata es mío, yo puedo impedir a los demás que los usen.
El Estado, como administrador de la sociedad, entregará mil metros cúbicos a un
Ayuntamiento, para riegos, doscientos metros a un particular, para cultivos, quinientos a
una empresa industrial que explote un salto de agua, etc., etc. Así se irán ajustando las
necesidades de todos y no habrá nadie que mire como cosa suya, enteramente, un caudal
hidráulico. Con una advertencia muy esencial, y es que tanto el agua como la tierra suelen ir,
con el tiempo, aumentando de valor y por virtud de la civilización, de las herencias, de la
división de la propiedad y de otros mil fenómenos análogos, los bienes aumentan día por día
su valor con beneficio del propietario, que no ha hecho nada para conseguirlo, porque las
ventajas han sobrevenido sin que él haya puesto nada de su parte para lograrlas. Así, el que
tenía un erial sin haber contribuido a mejorarle, se encuentra un día con que le instalan al
lado un cultivo riquísimo y lo que hasta ayer fue un baldío, es desde hoy un vergel; el que
tenía un solar inculto en las afueras de una población, se ve beneficiado con una obra de
urbanización, y lo que hasta ayer no valía nada en la ciudad, es desde hoy un barrio
elegante, donde el terreno ha crecido de valor un mil por ciento. ¿Es lógico, es siquiera
humano, que el dueño de la tierra vea aumentada de tal manera su fortuna, sin haber puesto
nada de su parte para conseguirlo, o será más natural que logren la ventaja todos los
propietarios que han contribuido a la obra común? Dedúcese, pues, que el valor de la tierra
no es sólo del individuo sino también de toda la sociedad.