Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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elevada morada, llevó la lanza y la puso contra una larga columna, dentro del
pulimentado guardalanzas donde estaban muchas otras del sufridor Odiseo. La condujo e
hizo sentar en un sillón y extendió un hermoso tapiz bordado; y bajo sus pies había un escabel. Al lado colocó un canapé labrado lejos de los pretendientes, no fuera que el
huésped, molesto por el ruido, no se deleitara con el banquete alcanzado por sus
arrogancias y para preguntarle sobre su padre ausente. Y una esclava derramó sobre
fuente de plata el aguamanos que llevaba en hermosa jarra de oro, para que se lavara, y al
lado extendió una mesa pulimentada. Luego la venerable ama de llaves puso comida
sobre ella y añadió abundantes piezas escogidas, favoréciéndole entre los que estaban
presentes. El trinchante les ofreció fuentes de toda clase de carnes que habían sacado del
trinchador y a su lado colocó copas de oro. Y un heraldo se les acercaba a menudo y les
escanciaba vino.
Luego entraron los arrogantes pretendientes y enseguida comenzaron a sentarse por
orden en sillas y sillones. Los heraldos les derramaron agua sobre las manos, las esclavas
amontonaron pan en las canastas y los jóvenes coronaron de vino las cráteras. Y ellos
echaron mano de los alimentos que tenían dispuestos delante. Después que habían echado
de sí el deseo de comer y beber, ocuparon su pensamiento el canto y la danza, pues éstos
son complementos de un banquete; así que un heraldo puso hermosa cítara en manos de
Femio, quien cantaba a la fuerza entre los pretendientes, y éste rompió a cantar un bello
canto acompañándose de la cítara.
Entonces Telémaco se dirigió a Atenea, de ojos brillantes, y mantenía cerca su cabeza
para que no se enteraran los demás:
«Forastero amigo, ¿vas a enfadarte por lo que te diga? Éstos se ocupan de la cítara y el
canto -¡y bien fácilmente!-, pues se están comiendo sin pagar unos bienes ajenos, los de
un hombre cuyos blancos huesos ya se están pudriendo bajo la acción de la lluvia, tirados
sobre el litoral, o los voltean las olas en el mar. ¡Si al menos lo vieran de regreso a
Itaca...! Todos desearían ser más veloces de pies que ricos en oro y vestidos. Sin
embargo, ahora ya está perdido de aciago destino, y ninguna esperanza nos queda por
más que alguno de los terrenos hombres asegure que volverá. Se le ha acabado el día del
regreso.
«Pero, vamos, dime esto ---e infórmame con verdad-: ¿quién, de dónde eres entre los
hombres?, ¿dónde están tu ciudad y tus padres?, ¿en qué nave has llegado?, ¿cómo te han
conducido los marineros hasta Itaca y quiénes se precian de ser? Porque no creo en
absoluto que hayas llegado aquí a pie. Dime también con verdad, para que yo lo sepa, si
vienes por primera vez o eres huésped de mi padre; que muchos otros han venido a
nuestro palacio, ya que también él hacía frecuentes visitas a los hombres.»
Y Atenea, de ojos brillantes, se dirigió a él:
«Claro que te voy a contestar sinceramente a todo esto. Afirmo con orgullo ser Mentes,
hijo de Anquíalo, y reino sobre los tafios, amantes del remo. Ahora acabo de llegar aquí
con mi nave y compañeros navegando sobre el ponto rojo como el vino hacia hombres de
otras tierras; voy a Temesa en busca de bronce y llevo reluciente hierro. Mi nave está
atracada lejos de la ciudad en el puerto Reitro, a los pies del boscoso monte Neyo.
Tenemos el honor de ser huéspedes por parte de padre; puedes bajar a preguntárselo al
viejo héroe Laertes, de quien afirman que ya no viene nunca a la ciudad y sufre
penalidades en el campo en compañía de una anciana sierva que le pone comida y bebida
cuando el cansancio se apodera de sus miembros, de recorrer penosamente la fructífera
tierra de sus productivos viñedos.
«He venido ahora porque me han asegurado que tu padre estaba en el pueblo. Pero
puede que los dioses lo hayan detenido en el camino, porque en modo alguno esta muerto sobre la tierra el divino Odiseo, sino que estará retenido, vivo aún, en algún lugar del
ancho mar, en alguna isla rodeada de corriente donde lo tienen hombres crueles y salvajes
que lo sujetan contra su voluntad.
«Así que te voy a decir un presagio -porque los inmortales lo han puesto en mi pecho y
porque creo que se va a cumplir, no porque yo sea adivino ni entienda una palabra de


 

 
 

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