Libros Gratis - El Hombre de la Mascara de Hierro
 
 
         

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al
llamaros.
-¡Ese buen mozo es el diablo en persona! -exclamó el desconocido.
-¡Oh, no, excelencia, no es el diablo! -prosiguió el hostelero con una mueca de desprecio-.
Durante su desvanecimiento lo hemos registrado, y en su paquete no hay más que una camisa y
en su bolsa nada más que doce escudos, lo cual no le ha impedido decir al desmayarse que, si tal
cosa le hubiera ocurrido en Paris, os arrepentiríais en el acto, mientras que aquí sólo os
arrepentiréis más tarde.
-Entonces -dijo fríamente el desconocido-, es algún príncipe de sangre disfrazado.
-Os digo esto, mi señor -prosiguió el hostelero-, para que toméis precauciones.
-¿Y ha nombrado a alguien en medio de su cólera?
-Lo ha hecho, golpeaba sobre su bolso y decía: «Ya veremos lo que el señor de Tréville piensa
de este insulto a su protegido.»
-¿El señor de Tréville? -dijo el desconocido prestando atención-. ¿Golpeaba sobre su bolso
pronunciando el nombre del señor de Trévi lle?... Veamos, querido hostelero: mientras vuestro
joven estaba desvanecido estoy seguro de que no habréis dejado de mirar también ese bolso.
¿Qué había?
-Una carta dirigida al señor de Tréville, capitán de los mosqueteros.
-¿De verdad?
-Como tengo el honor de decíroslo, excelencia.
El hostelero, que no estaba dotado de gran perspiscacia, no observó la expresión que sus
palabras habían dado a la fisonomía del desconocido. Este se apartó del reborde de la ventana
sobre el que había permanecido apoyado con la punta del codo, y frunció el ceño como hombre
inquieto.
-¡Diablos! -murmuró entre dientes-. ¿Me habrá enviado Trévi lle a ese gascón? ¡Es muy joven!
Pero una estocada es siempre una es tocada, cualquiera que sea la edad de quien la da, y no hay
por qué desconfiar menos de un niño que de cualquier otro; basta a veces un débil obstáculo
para contrariar un gran designio.
Y el desconocido se sumió en una reflexión que duró algunos minutos.
-Veamos, huésped - dijo-, ¿es que no me vais a librar de ese frenético? En conciencia, no puedo
matarlo, y sin embargo -añadió con una expresión fríamente amenazadora-, sin embargo, me
molesta. ¿Dónde está?
-En la habitación de mi mujer, donde se le cura, en el primer piso.
-¿Sus harapos y su bolsa están con él? ¿No se ha quitado el jubón? -Al contrario, todo está abajo, en la cocina. Pero dado que ese joven loco os molesta...
-Por supuesto. Provoca en vuestra hostería un escándalo que las gentes honradas no podrían
aguantar. Subid a vuestro cuarto, haced mi cuenta y avisad a mi lacayo.
-¿Cómo? ¿El señor nos deja ya?
-Lo sabéis de sobra, puesto que os he dado orden de ensillar mi caballo. ¿No se me ha
obedecido?
-Claro que sí, y como vuestra excelencia ha podido ver, su caballo está en la entrada principal,
completamente aparejado para partir.
-Está bien, haced entonces lo que os he pedido.
-¡Vaya! -se dijo el hostelero-. ¿Tendrá miedo del muchacho?
Pero una mirada imperativa del desconocido vino a detenerle en seco. Saludó humildemente y
salió.
-No es preciso advertir a milady sobre este bribón -continuó el extraño-. No debe tardar en
pasar; viene incluso con retraso. Decididamente es mejor que monte a caballo y que vaya a su
encuentro... ¡Sólo que si pudiera saber lo que contiene esa carta dirigida a Tréville!...
Y el desconocido, siempre mascullando, se dirigió hacia la cocina.
Durante este tiempo, el huésped, que no dudaba de que era la presencia del muchacho lo que
echaba al desconocido de su hostería, había subido a la habitación de su mujer y había
encontrado a D'Artagnan dueño por fin de sus sentidos. Entonces, tratando de hacerle com-
prender que la policía podría jugarle una mala pasada por haber ido a buscar querella a un gran
señor -porque, en opinión del huésped, el desconocido no podía ser más que un gran señor-, le
convenció para que, pese a su debilidad, se levantase y prosiguiese su camino. D'Artagnan,
medio aturdido, sin jubón y con la cabeza toda envuelta en vendas, se levantó y, empujado por
el hostelero, comenzó a bajar; pero al llegar a la cocina, lo primero que vio fue a su provocador
que hablaba tranquilamente al estribo de una pesada carroza tirada por dos gruesos caballos
normandos.


 

 
 

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